En los últimos párrafos se introducía, a propósito de forma incompleta, la idea del engaño como fuente de hipocresía. Decía: “somos víctimas del engaño”. Pues bien, este engaño, constituido por las fuerzas socio-culturales que permiten, a través de los mensajes contradictorios que recibimos por muchos y distintos canales, que nuestros actos resulten efectivamente hipócritas, es el que propaga esa enfermedad crónica, muy a pesar de nuestro desconocimiento al respecto.
La noción de individualidad que nuestra cultura ha venido reforzando a partir de la consolidación del mercantilismo y de las ideas que se concretaron en la Declaración de los Derechos Individuales del Hombre, influye directamente y de forma contundente en nuestro comportamiento activo. En primer lugar, nos inculca la noción de que somos los responsables últimos de nuestros actos, lo que nos hace única y enteramente dueños de ellos. Y estos actos –dice nuestra convicción cultural-, son llevados a cabo libremente, escogidos entre un abanico de opciones, lo que permite concluir que, por ende, las decisiones que tomamos se adaptan a nuestras voluntades, es decir: a lo que realmente queremos, sin que en esa resolución influyan otro tipo de fuerzas más que eso: nuestra voluntad. Sin embargo, como muchos pensarán, esto no es tan cierto como pudiera parecer.
Todo al contrario; los miles y miles de estímulos externos que recibimos a diario, concretados en distintas formas y motivos, afectan, como seres sociales que somos, en nuestra toma de decisiones posterior. Ello es porque ya anteriormente influyeron en nuestro modo de ver la realidad, deformándola, y a nuestro modo de adaptarnos al entorno. Eso se deriva del hecho que no actuemos casi nunca por instinto, más bien por experiencia. Es sumamente difícil, sin embargo, averiguar de donde sacamos tal o cual opinión, pero muy pocas veces ésa fue resultado de una discusión interior, pura, lógica o racional. En la mayoría de casos, nuestro entorno influyó en ellas. Por este motivo, somos más vulnerables de lo que muchas veces creemos, somos más sensibles a los estímulos de lo que deberíamos y menos independientes de lo que desearíamos. La realidad es que somos mucho menos sensibles a aquello que nos está afectando y es por eso que nos cuesta identificar que es lo que nos influye y en que grado.
Todos tenemos una opinión formada de nosotros mismos, ¿verdad? Todos podríamos mencionar virtudes que poseemos, o creemos poseer. Sin embargo, más difícil es reconocer los defectos. Puede que entrañe una mayor dificultad el descifrarlos, pero cierto también es que no solemos detenernos a valorar nuestra cara menos agradable. Intentamos evitarlo, o simplemente restarle importancia, resaltando aquello que nos otorga valía, lo que consideramos positivo.
En el universo de lo que vamos a llamar “estímulos externos”, también existen dos caras. Evidentemente mi intención no es la de discernir específicamente sobre qué forma parte de una u de otra, sino más bien echar cuenta de que, efectivamente, existen. Cada cual entonces con la tarea de catalogar las propias. Y como en lo referente a nuestra personalidad, son los estímulos “positivos” aquellos que más fácilmente identificamos, y los que más fácilmente sabemos sacar a relucir, o más rápidamente incorporamos a lo que podríamos llamar “nuestra opinión”. Lo que ocurre con los estímulos “negativos” es exactamente lo opuesto: no se muestran diáfanos ante nosotros, no siendo capaces de diferenciarlos con tanta claridad, pero no por ello pierden valor en nosotros.
Y es precisamente por ello, la incapacidad de dilucidar todo lo que incorporamos a nuestra personalidad, que los humanos, con el despropósito de creernos poseedores de una libertad que no ejercemos, somos víctimas del engaño. El engaño de lo “negativo”; mensajes que nos presentan una realidad distinta a la que predicamos profesar, y que nos conducen a actuar, en muchas ocasiones, de un modo contradictorio, hipócrita. Por qué la sutilidad de lo “negativo” consiste precisamente en hacerte creer que se trata de algo “positivo”, o si más no, inofensivo, y que tus actos, recopilados en tu filosofía de lo “positivo” van a ser consecuentes, responsables sobre lo que crees predicar, cuando lo que ocurre es que detrás de una aparente inocuidad se esconde la antítesis de lo que pretendemos mostrar. Por añadidura, lo “negativo” habitualmente se camufla en lo fácil, lo accesible y, demasiadas veces en nuestra cultura, en lo superficial, lo banal y superfluo.
Sin embargo, no todo está perdido; el modo, a mi entender, de hacer frente a una patología tan humana (tan occidental), pero a la vez tan oculta, tan difícil de identificar, no es otro que la reflexión. Una reflexión desde la distancia, que intente discernir que es lo que realmente no concuerda entre lo que creemos que somos y lo que realmente somos, nuestros actos. Solo de ese modo seremos capaces de despojar de nuestro ser todas las influencias nefastas que irremediablemente se encuentran dentro de nosotros y que nos convierten en hipócritas crónicos. Una lucha, por otra parte, sin fin conocido, pendiente siempre de un esfuerzo constante y mayor que el que nos otorga permanecer bajo la ligereza de lo negativo, lo pernicioso, lo que nos convierte en viles esclavos del engaño.
Y a modo de conclusión, por satisfacer lo exigido en el primer texto de esta serie de tres, una definición, y de regalo, un modo de curación:
Hipocresía crónica: patología humana que arrastra a todos y a cada uno de los sujetos hacía la contrariedad entre opiniones y acciones debido al clima de difusión permanente de mensajes confusos en el que los sujetos conviven.
Tratamiento: despertar, por medio del ejercicio de la reflexión permanente, el área del cerebro encargada de traducir los mensajes externos de la confusión a la concreción, para de ese modo poder actuar consecuentemente para con tus palabras alguna puta vez en la vida.