Fast.

1c

24/1/07

Salió del vagón y siguió, resignado, la amalgama de señales que de color verde le indicaban su camino a casa, o por lo menos el que le acercaba allí. Concretamente a cuatro calles, tres pasos de peatones con sus respectivos semáforos, un vado de fango amañado por unas obras interminables, una gasolinera con riesgo de atropello por las motocicletas de la pizzería de la esquina, y probablemente a un encuentro con una de sus pesadas vecinas, que si no preguntan por cualquier asunto altamente superfluo a su entender, de temática probablemente vecinal; la fachada que pintar, una antena que colocar o ¡que sé! un platillo volante que aterrizó en su balcón, probablemente esté sacando a su siempre estruendoso, irritante e insoportable perro ladrador.

Así, cada día perseguía las mismas indicaciones y repetía los mismos trucos urbanos; intentar entrar, si no está el tren ya llegando, en el último de los vagones, ahorrándose así unos segundos, en su destino, evitando recorrer todo el andén a contracorriente del resto de seres que, hábilmente, ya tomaron esa decisión. Pero eso, solo cuando hay tiempo para ello, ya que curiosamente, o como él de hecho atribuye: debido a la más grande de las maldiciones suburbanas, la boca por la que debe meterse se encuentra justamente en el lado opuesto por el que, unas sacudidas y estaciones más adelante, va a tener que salir. Por qué a veces justo desde arriba ya vislumbra los faros aproximandose al andén, o incluso antes de poderlos ver, le oye: entonces a correr, y no porqué él pretenda correr, sino porqué se ve empujado a ello por todo el gentío que se pone a galopar a sus espaldas. Entonces, después de sentirse una sardina en corbata unos minutos, se encuentra persiguiendo carteles verdes; ya solo le queda subir las escaleras mecánicas (recostado siempre a su lado izquierdo y evitando así que aquellos que extrañamente tienen tanta prisa para alcanzar el final de algo que no saben si realmente está allí: la siguiente lata, le arroyen en su frenética carrera), pero eso sí, sin tocar el cultivo de gérmenes que la cinta, gracias a las sucias y sudorosas manos de muchos ha llegado a convertirse. Acto seguido le toca girar a la derecha, bajar siete escalones, un puñado de metros hacia adelante, volver a subir los mismos siete escalones, girar esta vez hacia la izquierda y entonces el momento del pasillo, el túnel, el via crucis, el corredor de la agonía civilizada…el interminable, monótono, cansino, odiado, repetitivo, eterno pasillo.

Unas pocas personas -las más lejos quizá a unos doscientos metros-, con su calor corporal todas ellas, incrementan, invariablemente, la temperatura de un túnel completamente cerrado, sin ventilación, de doscientos metros de largo, de un modo, además de considerable, proporcional al asco que cada uno le tenga. Si encima tres es la altura a la que nos estamos refiriendo, y las pocas personas no son tal, son multitud, son una marea de cabecitas que a lo largo parecen moverse arriba y abajo en vez de hacia atrás y adelante, con su ritmo egoísta en las orejas, su ritmo acelerado en los pies y sus trayectorias zigzagueantes cuando no enfrentadas, el resultado previsible cualquier día, aquél día, es pararse en mitad de la penitencia, poner espalda contra pared, empezar a sudar, a respirar entrecortada y convulsivamente y padecer allí mismo, ante la mirada incrédula de todos los anónimos transeúntes, un cuadro clínico que solo un buen puñado de ansiolíticos, calmantes, estabilizantes, conservantes, colorantes y su puta madre con todos ellos puedan ser capaces de remediar.

Liev

0c

11/1/07

Cuando te enfrentas al reto de leer un libro que de antemano sabes que va a arrastrarte durante un largo periodo de tiempo, por la trascendencia que eso supone, la decisión que a ello te conduce no debe tomarse a la ligera. La respuesta lógica a esta afirmación es evidente, ya que además, sabes que aquel libro, por la densidad y extensión en la que está constituido, va a exigir de ti una gran capacidad de concentración, dedicación y de motivación al abordarlo; además, un acto de capitulación en tus ideas una vez iniciado el camino, provocaría, primero, una merma en tu autoestima para afrontar nuevos retos en el futuro, y en segundo lugar, podría hacerte perder quizá la oportunidad única de leer una historia realmente increíble, imprescindible.
A pesar de lo dicho, sucede habitualmente que un día nos levantamos con la entera convicción de llevar a cabo tal o cual propósito; uno de estos días puede que se nos ocurra el de leer un libro de mil quinientas páginas. Talvez algunos lo llamarían un despropósito, aunque si algunos (y no pocos) hemos llegado a tal decisión, aunque nos parezca que ésta la hemos tomado un día al abrir los ojos, libremente, no es menos que porque hay una serie de indescifrables e innumerables razones que nos han conducido indefectiblemente a ello; una de ellas sin duda es porque identificamos detrás de las palabras del nombre del libro y del autor del mismo, algo extraordinario.
Yo acabo de terminar ‘Guerra y Paz’. Hace treinta minutos. Y al decir esto puedo afirmar también que siento un gran orgullo por este mismo hecho. La tarea de concebir una lectura como esta no es nada fácil; los mecanismos que me han conducido durante todas y cada una de las páginas me son misteriosos, así como la concepción del tiempo que transcurre dentro de la novela, y todo el que ha transcurrido leyéndola. La capacidad de absorción que una obra de estas características contiene, que hace que los personajes se vuelvan más y más reales a medida que su vida, como la tuya, avanza, así como la innegable identificación personal con la historia, te lleva a elevar lo que acabas de acometer a los más altos niveles de elogio y abstracción, llegando a afectarte de tal manera que no hay modo de separarse de ello; la novela acaba por formar parte de ti; el autor acaba por entrar en tu corazón y aquél tiempo que León te dominó parece algo imposible.

Necesito reflexionar más a fondo sobre lo que hoy termino;
necesito fuerzas para tomar un nuevo rumbo.
Voy a escribir más sobre él,
la afección que me genera no hace más que empujarme a ello.

Waching 'Regreso al Futuro'

0c

8/1/07

¿Qué es lo que hace que la escritura fluya, que la combinación de palabras sea la exacta para que parezcan que cada una está donde debe estar, qué ninguna de ellas sobra o está de más? La fórmula que desvela como hay que situar esas palabras lo lleva uno impreso en su alma, aunque la técnica que permite sacarlo de allí solo se aprende con el tiempo. Puede que haya personas, como Kafka, que de inmediato las desvelen, aunque puede que a personas como Kafka esa fórmula se les presente de tal modo que escribir le parezca la más fácil de las tareas, cuando al resto de los seres mundanos nos suponga una gran carga emocional, y un enorme esfuerzo intelectual.

Como eso que hablan de la inspiración; y que a mí hace tanto tiempo que no se me aparece (si es realmente, como la pereza, algo que viene y se va). Me estoy empezando a preguntar si quizá no sea alguna invención de aquellos que tanto esfuerzo tienen que hacer para ordenar palabras; a mí desde luego me va genial; no hay excusa que se adapte mejor a la pasividad creativa del escritor frustrado, o del aprendiz de escritor frustrado.

Otro de los tópicos al que nos enfrentamos es al del don: ¿De qué estamos hablando cuando decimos que tal o cual persona tiene el don de la palabra, o de la locuacidad, o de cualquier cosa que nos parece asombrosa? ¿No será quizá otra burda manipulación para no desvelar lo que realmente es: que no sabemos de lo que se trata? Puede que alguien tenga ciertas cualidades que le permitan el reflejo artístico como forma de expresión, y que ese reflejo sepa cautivar al público, pero qué duda cabe que para llegar a la expresividad artística el proceso hasta aquel punto es un aprendizaje. Puede que un aprendizaje no necesariamente mecánico; quizá la técnica no el fin, pero si más no, es un aprendizaje hacia el propio mundo interior, hacia el lugar desde el cual uno puede ser libre e instintivo para crear, que es lo que realmente cuenta.

Pero no, nosotros escudamos la propia ignorancia para definir el don detrás de razones sobrehumanas, sin embargo debemos ser capaces de comprender a aquél que consideramos tocado por la gracia de Dios, ya que puede que nos demos cuenta que no somos tan distintos, que quizá lo que nos separa de su genialidad es que nosotros no nos consideramos geniales, aunque nadie nos haya dicho que no podamos serlo.


Si os dan papel pautado, escribid por el otro lado.

Juan Ramón Jiménez

anomalías habituales © 2009