Hipocresía crónica (segunda parte)

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24/8/07

En los últimos párrafos se introducía, a propósito de forma incompleta, la idea del engaño como fuente de hipocresía. Decía: “somos víctimas del engaño”. Pues bien, este engaño, constituido por las fuerzas socio-culturales que permiten, a través de los mensajes contradictorios que recibimos por muchos y distintos canales, que nuestros actos resulten efectivamente hipócritas, es el que propaga esa enfermedad crónica, muy a pesar de nuestro desconocimiento al respecto.

La noción de individualidad que nuestra cultura ha venido reforzando a partir de la consolidación del mercantilismo y de las ideas que se concretaron en la Declaración de los Derechos Individuales del Hombre, influye directamente y de forma contundente en nuestro comportamiento activo. En primer lugar, nos inculca la noción de que somos los responsables últimos de nuestros actos, lo que nos hace única y enteramente dueños de ellos. Y estos actos –dice nuestra convicción cultural-, son llevados a cabo libremente, escogidos entre un abanico de opciones, lo que permite concluir que, por ende, las decisiones que tomamos se adaptan a nuestras voluntades, es decir: a lo que realmente queremos, sin que en esa resolución influyan otro tipo de fuerzas más que eso: nuestra voluntad. Sin embargo, como muchos pensarán, esto no es tan cierto como pudiera parecer.

Todo al contrario; los miles y miles de estímulos externos que recibimos a diario, concretados en distintas formas y motivos, afectan, como seres sociales que somos, en nuestra toma de decisiones posterior. Ello es porque ya anteriormente influyeron en nuestro modo de ver la realidad, deformándola, y a nuestro modo de adaptarnos al entorno. Eso se deriva del hecho que no actuemos casi nunca por instinto, más bien por experiencia. Es sumamente difícil, sin embargo, averiguar de donde sacamos tal o cual opinión, pero muy pocas veces ésa fue resultado de una discusión interior, pura, lógica o racional. En la mayoría de casos, nuestro entorno influyó en ellas. Por este motivo, somos más vulnerables de lo que muchas veces creemos, somos más sensibles a los estímulos de lo que deberíamos y menos independientes de lo que desearíamos. La realidad es que somos mucho menos sensibles a aquello que nos está afectando y es por eso que nos cuesta identificar que es lo que nos influye y en que grado.

Todos tenemos una opinión formada de nosotros mismos, ¿verdad? Todos podríamos mencionar virtudes que poseemos, o creemos poseer. Sin embargo, más difícil es reconocer los defectos. Puede que entrañe una mayor dificultad el descifrarlos, pero cierto también es que no solemos detenernos a valorar nuestra cara menos agradable. Intentamos evitarlo, o simplemente restarle importancia, resaltando aquello que nos otorga valía, lo que consideramos positivo.

En el universo de lo que vamos a llamar “estímulos externos”, también existen dos caras. Evidentemente mi intención no es la de discernir específicamente sobre qué forma parte de una u de otra, sino más bien echar cuenta de que, efectivamente, existen. Cada cual entonces con la tarea de catalogar las propias. Y como en lo referente a nuestra personalidad, son los estímulos “positivos” aquellos que más fácilmente identificamos, y los que más fácilmente sabemos sacar a relucir, o más rápidamente incorporamos a lo que podríamos llamar “nuestra opinión”. Lo que ocurre con los estímulos “negativos” es exactamente lo opuesto: no se muestran diáfanos ante nosotros, no siendo capaces de diferenciarlos con tanta claridad, pero no por ello pierden valor en nosotros.

Y es precisamente por ello, la incapacidad de dilucidar todo lo que incorporamos a nuestra personalidad, que los humanos, con el despropósito de creernos poseedores de una libertad que no ejercemos, somos víctimas del engaño. El engaño de lo “negativo”; mensajes que nos presentan una realidad distinta a la que predicamos profesar, y que nos conducen a actuar, en muchas ocasiones, de un modo contradictorio, hipócrita. Por qué la sutilidad de lo “negativo” consiste precisamente en hacerte creer que se trata de algo “positivo”, o si más no, inofensivo, y que tus actos, recopilados en tu filosofía de lo “positivo” van a ser consecuentes, responsables sobre lo que crees predicar, cuando lo que ocurre es que detrás de una aparente inocuidad se esconde la antítesis de lo que pretendemos mostrar. Por añadidura, lo “negativo” habitualmente se camufla en lo fácil, lo accesible y, demasiadas veces en nuestra cultura, en lo superficial, lo banal y superfluo.

Sin embargo, no todo está perdido; el modo, a mi entender, de hacer frente a una patología tan humana (tan occidental), pero a la vez tan oculta, tan difícil de identificar, no es otro que la reflexión. Una reflexión desde la distancia, que intente discernir que es lo que realmente no concuerda entre lo que creemos que somos y lo que realmente somos, nuestros actos. Solo de ese modo seremos capaces de despojar de nuestro ser todas las influencias nefastas que irremediablemente se encuentran dentro de nosotros y que nos convierten en hipócritas crónicos. Una lucha, por otra parte, sin fin conocido, pendiente siempre de un esfuerzo constante y mayor que el que nos otorga permanecer bajo la ligereza de lo negativo, lo pernicioso, lo que nos convierte en viles esclavos del engaño.

Y a modo de conclusión, por satisfacer lo exigido en el primer texto de esta serie de tres, una definición, y de regalo, un modo de curación:

Hipocresía crónica: patología humana que arrastra a todos y a cada uno de los sujetos hacía la contrariedad entre opiniones y acciones debido al clima de difusión permanente de mensajes confusos en el que los sujetos conviven.

Tratamiento: despertar, por medio del ejercicio de la reflexión permanente, el área del cerebro encargada de traducir los mensajes externos de la confusión a la concreción, para de ese modo poder actuar consecuentemente para con tus palabras alguna puta vez en la vida.

Hipocresía crónica (primera parte)*

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14/8/07

*Esta es la segunda parte de un texto más amplio, introducido el día 22/07 (o dos posts más abajo ;)

f.
Fingimiento de cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan.

Esa es la primera y única acepción que en el diccionario de la RAE aparece como definición a hipocresía. A mi entender, aclaratoria pero incompleta.

1.a pretense of having a virtuous character, moral or religious beliefs or principles, etc., that one does not really possess.
2.a pretense of having some desirable or publicly approved attitude.

En la segunda definición, extraída de un diccionario virtual en inglés, podemos ya encontrar de un modo más específico lo que en español se nos muestra como cualidades o sentimientos. Es decir: carácter virtuoso, moral, creencias religiosas o principios. Esas cualidades, en conjunto, son las que un hipócrita dice defender cuando en realidad no posee. Y eso es un hipócrita.

Mi desacuerdo con la definición de la RAE se basa en el hecho que el principio de la hipocresía se sustenta en el fingir, más mi experiencia me dice que no siempre el acto premeditado prevalece cuando la hipocresía acontece. En multitud de circunstancias son más bien un cúmulo de normas y costumbres sociales -y también humanas- las que actúan en pro de la hipocresía, relegando el significado esencial del término a un lugar secundario.

Por contrario, la definición anglosajona del término me parece mucho más acertada, en cuanto la voluntad del individuo no es relevante para tachar a este de hipócrita o no, sino que lo es, en cambio, el hecho de poseer realmente aquello que se dice poseer. Y en este punto es, precisamente, donde intervienen esos factores clave que hacen que nuestra sociedad viva sumergida intensamente en una hipocresía permanente.

Políticamente incorrecto en estos días ser intolerante con los inmigrantes, irrespetuoso con el medio ambiente, con las minorías étnicas, no quejarse de la suciedad de las calles, del tráfico insufrible, del aumento del consumo energético, de las guerras por los recursos, del hambre en el mundo,...y así podríamos nombrar a cientos de "causas" por las que hoy está bien visto luchar, o más bien diría por las que hoy estamos dispuestos a hablar, y pregonar que defendemos.

Pero lo cierto -y cuanto me cuesta escribir tal nefasto término- es que precisamente mantener esas opiniones es lo que nos hace profusamente hipócritas. Pero entiendo, la reflexión subsiguiente cuando alguien se queja del exceso de tráfico en las carreteras, es culpar al gobierno de la falta de ellas; o bien observamos un maltrechado río, arremetemos contra tal o cual empresa, y al gobierno por no hacer nada por impedirlo; o cuando llegan cientos de pateras a nuestras costas: ese gobierno, que no lo evita, esos bosques, que tanto se queman, que tan sucios se encuentran; nuestras calles, con tanto humo, con tanto ruido, con tanto pobre, tanto negro. El gobierno, el vecino, este, el otro, pero nunca nosotros, ¿verdad?

Pero lo cierto -repito-, es que somos nosotros los que vamos solos en el auto, tiramos colillas por la ventanilla, compramos en el top-manta, contratamos negros sin papeles, tiramos nuestra mierda en la calle, nos agarramos la bolsa cuando pasamos al lado del negro que antes contratamos, juzgamos, impedimos y rechazamos, y todo por la más pura de la ignorancia. Esa que nos impide de ver que si, lo que haces si cuenta, que da lo mismo si no va a notarlo nadie más, en este mundo naces, comes, cagas y mueres solo, y si a nadie más le va a importar, joder ¿y qué? Que te importe a ti por lo menos, que te importe saber que haces lo que piensas, por no darte cuenta un día, al levantarte, que eres un puto hipócrita que solo dice lo que está bien decir y hace lo que los otros hacen. Pero el problema quizá resida en la ignorancia.

Si quieres ser diferente empieza por pensar íntegramente, con honestidad, algo muy al desuso en estos tiempos. Empieza por decirte cada día que no sabes nada: oí en algún sitio que sabe quien piensa que no sabe, pero en nuestro tiempo todos nos creemos poseedores del don de la sabiduría: sabemos que esto es así, y punto.

Sin embargo, aún no es tarde. Simplemente somos víctimas de nuestro entorno. El hecho de no saber que somos unos hipócritas es fruto de la epidemia del engaño, esa que lastra a nuestra sociedad. Así que si hasta hoy no te diste cuenta que más bien haces poco de lo que podrías hacer, y menos de lo que dices profesar, probablemente no tengas tu la culpa, sino el engaño que te envuelve.

¡Atentos a él!

Break point*

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6/8/07

Inesperadamente, y más que otra cosa, de un modo indeseado, a veces suceden cierto tipo de experiencias que, una al lado de la otra, y debido a veces a la proximidad temporal entre ellas, además de su propia naturaleza similar, no hacen menos que provocar nuestra reflexión, cuando no nuestro fastidio.

Solemos nombrar casualidades a este tipo de sucesos. En primer lugar por la sorpresa que a ellos viene adherida; también por la aleatoriedad que puedan traer consigo, debido a la dificultad de encontrar en ellos una secuencia lógica que nos permitan conocer el camino que siguieron hasta suceder. Lo desconocido, en resumen, lo incógnito, lo misterioso es lo que provoca que las casualidades nos agarren a destiempo y nos susurren: ¡ey! Por aquí… O escribir estas líneas…

Pero lo casual, como las sorpresas, se vuelve inevitable cuando la punta de hilo que distinguimos entre todo el mar de sucesos corrientes empieza a ceder, y tirando de él, logramos alcanzar aquello a lo que viene atado. Que duda cabe, que precisamente alcanzar ese lugar, que desvela todos los interrogantes que surgen a medida que lo casual se vuelve inevitable, es precisamente el camino más difícil de seguir, por la cantidad de puertas falsas y regresos imposibles que se intuyen a nuestro paso, y motivo asimismo de la permanente disputa conceptual de algo tan cultural, filosófico y espiritual como las casualidades.

Hace una semana perdí algo levemente molesto de perder. Hace cuatro días un pendiente de forma lunar, en cuarto menguante, desapareció sin dejar rastro. Ayer, fatalmente, mi cerebro artificial, pero tradicional, es decir: mi libreta, la que siempre llevo conmigo, la que permite que acceder a mi memoria sea a veces algo instantáneo, decidió borrar de mi vida, por medio del extravío, estúpido y cruel, todo lo que en ella iba anotado.

Más allá de la decepción y la melancolía que pudiera arrebatarme mi felicidad creciente, esos sucesos corrientes adquirieron la categoría de casualidades impertinentes, y me dieron la posibilidad de explorar en los destinos de los hilos atados a la incógnita.

La reflexión primordial del concepto de casual que acude a mi, se deduce como sigue a continuación: la primera pérdida, superficial y poco trascendental, me avisaba de la segunda, algo más sustancial, y aquella de la tercera, la que realmente importó y dolió. Otra reflexión, de marcado acento catastrófico, y de la cual no quiero vivir, pero que tampoco puedo despreciar, es la que me cuenta que otra pérdida mayor está aún por llegar, y que por tanto, el momento del aviso así lo predijo. De todos modos, y esa es mi conclusión final sobre lo casual que permanece incógnito: si en las tres pérdidas anteriores poco pude yo hacer, a pesar de la idea recurrente que implícitamente existió un leve cambio de rutina que pudo en ellas influir, no puedo más que aliviar mi angustia -literaria más que real- arguyendo que si la pérdida mayor realmente existe, ésta es del mismo modo inevitable.

Aunque se me ocurren pérdidas conscientes, probablemente evitables, pero no,…esas no. Si sé que voy a perder algo y no hago nada por evitarlo: ¿lo estoy realmente perdiendo? ¿O simplemente prefiero que siga todo otro rumbo, quizá también inevitable?

Casualidades.




*Solo por la imperiosa necesidad de escribir sobre lo que prosigue se omite la continuación de la serie iniciada anteriormente y que gira alrededor del concepto de hipocresía humana.


Si os dan papel pautado, escribid por el otro lado.

Juan Ramón Jiménez

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