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31/1/08

Hace un par de años decidí cambiar de correo, ya que mi dirección, a parte de no ser fácil de dar por la complejidad intrínseca de su naturaleza letrística, incitaba a practicar el sexo y a fumar marihuana. Pero fue gracias al consejo de un amigo de verdad, esos que se preocupan por ti (por qué están lo suficientemente cuerdos como para no tener que dedicar todos sus esfuerzos exclusivamente a sus propios problemas, eso también es verdad), el motivo por el cual logré abrir los ojos y ver la realidad como la vería cualquier persona adulta que quisiera mantener un contacto profesional, serio o burocrático conmigo. Como puedes comprobar no estoy en contra de la marihuana. Mucho menos del sexo.

Mi correo era silverhaze69@hotmail.com; Y mientras Silverhaze es un tipo de marihuana que me dejó "flipao" cuando mi primer viaje post-adolescente a Ámsterdam, 69...bueno, no hace falta que te cuente lo que sesenta y nueve significa...Lo tuyo es distinto, digamos que no es tan grave ;)

Pero bueno, al final de todo, el mío resultó ser más serio, más formal, pero también más soso, aunque no menos chistoso: i.carne@gmail.com, y a pesar de llamarme Carné, que en catalán no significa nada más que mi apellido, en español carne significa algo más, y no es que mi existencia viva marcada por ese juego de palabros mal entendidos, la verdad, pero si es cierto que en determinadas ocasiones, como cuando llama la típica teleoperadora empeñada en endosarme la enciclopedia Larousse (señorita: ya estoy un poquito crecidito, ¿no cree?) o para hacerme socio del club DIA, ¡yo qué sé!, y que quizá llame de Cuenca, con todos mis respetos para los de la meseta (sin ir más lejos mi abuela es de allí), si hay determinada razón en afirmar que puedo llegar a putearme por el hecho de que me llame señor CARne y no Carné, como realmente me llamo y me pronuncio. Cosas de la vida virtual, ya ves.

Conciencia de Poder

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19/1/08

Leía disputas por el control político de un partido de ídem cuando una idea me asaltó; tuve, debido a mi totalitaria convicción de no dejar escapar ni una, la necesidad de anotarla. La precariedad de mi memoria, también totalitaria, es la que me obliga, por otra parte, a traducirlas siempre en palabras escritas. Pero eso no importa. Lo que importa es que justo en aquel instante me di cuenta que un ciego, disimuladamente, intentaba leer lo que en mi libreta escribía. Yo, celoso de mis ideas, esbozaba con mala caligrafía, ocultando el secreto a tan curioso compañero.

Un par de estaciones mas adelante unas niñas se sumaron a nosotros, solitarios viajeros. La más pequeña, que no llegaba a tocar con los pies en el suelo, se sentó al lado del ciego indiscreto. Clavó su mirada en mí. A los pocos segundos empecé a irritarme por tan insolente comportamiento, y noté un calor creciente en el cuerpo; ese pequeño ser de poco más de un metro de altura me hacía sentir incómodo. “¿No viste nunca a nadie escribir, niña?”, pensé con cara de rabia, desconcentrándome, perdiendo quizá para siempre la jodida idea. Por suerte no tardó en bajarse, y sus ojos, a través de aquellas gafas redondas y fijos en mi libreta, dejaron por fin de examinarme. “Vete, vete, niña. Corre con tus amigas”, balbuceé apretando los dientes.

El ciego seguía observándome. Lo sabía. El muy cabrón se ocultaba detrás de aquellas gafas oscuras, pero yo sabía que estaba husmeando en mis notas. En esas estaba yo cuando cinco chicas adolescentes entraron y se sentaron con nosotros. Como no había suficiente espacio para todas ellas, una tuvo que venirse con nosotros. Ya pasando me pisó un pie. Estaban con la tontería encima y se rió de mi queja al sentir el dolor del pisotón. Pidió perdón, pero las otras ya se tronchaban al haberse enterado de la escena. Les eché una mirada desaprovatoria a cada una de ellas y disimularon su descojone, como si fuera el profesor que las ha pillado haciendo algo malo e intentan ocultárselo sin resultado. Intenté volver a focalizarme en la lectura del periódico; mala idea. No tardé en observar que la mocosa que me había machacado el pie con el zapato de tacón (que evidentemente aún no sabía llevar) me miraba de reojo. Lo vi por qué en un momento eché un vistazo a través de la ventana y ella apartó la vista bruscamente. No era la mirada de la niña de antes. Era una mirada inocente y curiosa, si, pero había algo de deseo en ella. “¿Te gusto?”, pensé. Solo me faltaba esto, otra husmeadora y encima pretende que me fije en ella. Cubrí mi cara con el periódico, tapando cualquier campo visual con la adolescente y la olvidé.

Estaba a punto de llegar a mi destino y el ciego seguía allí, intentando confundirme, simulando un desinterés ficticio. Inexplicablemente había logrado quitarme de encima a las aprendices de brujas sin darme cuenta; “mi mirada las intimidó…hmmm, por lo menos hoy tengo autoridad con alguien”, pensé. Decidí levantarme unos segundos antes de que el tren se detuviese para recoger mis cosas y todo eso. Me gusta salir el primero, darle al botón que abre las puertas. En aquél instante mi mirada fue cautivada por algo fuera de lo común; agarrándose para no perder el equilibrio, delante de la puerta, con posado cinematográfico, mis ojos se vieron absorbidos por una mujer de unos treinta años, metro setenta o por ahí, larga cabellera morena y lisa, de tal belleza que parecía irreal. Me resultaba imposible no clavar los ojos en ella; no podían apartarse de su contorno estilizado. Era tan estéticamente ideal…

Sin embargo, no pude evitar ruborizarme cuando, apartándose el pelo de la cara y recogiéndoselo por detrás de la oreja, nuestras miradas se cruzaron. Fue directamente al centro de mis pensamientos y supo que la adoraba. Desvié la mirada de un modo fingido. Se dio cuenta. Lamenté ser tan estúpido, pero ni tan siquiera volvió a fijarse en mi (aunque estaba claro, y de ello me di cuenta más tarde, que me miraba a través del reflejo de la ventana). Las puertas se abrieron y ella salió la primera. Seguí sus pasos hasta que nuestros caminos se bifurcaron. No dejé de mirarla en ningún momento. En el último instante, cuando había logrado alcanzarla y nos disponíamos a separarnos, me regaló una segunda mirada, consciente de que estaba ahí, de que seguía ahí. Una leve sonrisa fue lo último que supe de ella. Eso y de qué sí: soy un maldito ciego pretencioso que aún no quiere enterarse que ellas, al iluminarse un día, cuando les llega el momento y se enteran, poseen el control absoluto que un día nosotros dejamos escapar. Por eso os amo.

Carta a ti mismo

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2/1/08

Como consecuencia al resultado obvio que yo eficazmente predije, voy a reflejar el descenso de tu valoración en un total de dos días de pesimismo y de ensimismamiento en las leves posibilidades de éxito sexual inmediato.

No es que pretenda siempre despertar los peores temores con mis elucubraciones fatalistas, pero hace ya mucho tiempo te advertí que mis consejos, siempre de prudencia y moderación, están fundamentados en el bien que nos une y nos hace un todo: el propio.

Sin embargo, tu obstinación por retarme con asiduidad han llegado demasiado lejos; las mejoras sustantivas que como uno que somos hemos alcanzado no son motivo suficiente para arriesgar todo el capital logrado a una jugada que de antemano, como bien sabes, teníamos perdida.

Y ahora, me preguntas, vamos a replantar de nuevo. Sí. Y evidentemente -sobre eso se fundamenta mi mayor queja-, voy a tener que ser yo, como siempre, quien evidencie, a base de mucho repetírtelo, primero un poco, después constantemente, que todo lo que hicimos sigue ahí. No por un mal negocio perdimos todo el grano. Hay menos, pero está ahí. El método lo perfeccionamos, así que recuperarnos va a ser más fácil ahora.

Esta es mi primera carta querido compañero. El primer consejo es el siguiente: no pretendas alejarte de mi, no quieras borrar la importancia que merezco por qué yo soy quien tu eres: el filtro de tus valores y la opinión de ti mismo. Es bueno que aprendas, en tiempos de excedencia y abundancia, que no soy más que un juez capaz de mejorar la opinión propia gracias a ti, pero no es recomendable, como comprobaste anteayer, pensar que ya nada te afecta, que conseguiste la invulnerabilidad. Aún debes aprender a valorarme en justa medida.

Recuerda que solo los niños y los viejos puros son invulnerables ante mi.


Primera carta después de todo, dos de enero de 2008

Tu ego


Si os dan papel pautado, escribid por el otro lado.

Juan Ramón Jiménez

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