Semlali Ahmed

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10/12/08

Entro por la puerta y la tenue luz del comedor me susurra que alguien ya está allí. Por lo menos la estufa estará ya encendida, pienso. Es una suerte cuando alguien lo hizo por mí y ya no tengo que calentar el comedor. Otras veces, un firme deseo de ser el primero en entrar y que la casa esté vacía se apodera de mi justo en el momento de hacer girar la llave, sentir el gruñir de la puerta al abrirse y dar el primer paso. Si luego no es así, una pequeña contracción de desasosiego cerebral me hace odiar a esa o esas personas durante un instante, para dar paso inmediatamente a un sentimiento de desprecio hacia mi persona por desear aquello, o encerrarme en mi habitación durante un tiempo prudencial –unos minutos, unos días-, incapaz de otorgarles el perdón por ello. La sensación siempre me ha resultado extraña, intuyo que lo que ocurre los otros días, en los que voy despertando el lugar de su paciente sueño; enciendo algunas luces, caliento el comedor, hago sonar un poco de Mehldau… y la sensación que a ello asocio: hacerme dueño de la casa, el único que mande sus servicios (consciente de sus limitaciones), estar disfrutando sus ternuras ni que sea por un espacio finito de tiempo, tiene gran parte de culpa en que me sienta así. El caso, sin embargo, no es que a pesar de la leve contracción de mi cerebro hoy el comedor ya está subyugado a los designios de otro, más bien viene luego, después de sacar el teléfono de la cazadora y colgarla -con las llaves en el bolsillo (rutina recientemente adquirida)-, y fijarme en un par de cartas encima la barra en la que me gusta desayunar y prácticamente nada más. La otra quiere que active no sé qué tarjeta de crédito (bueno sí sé, pero eso otro día). La contracción aún no desaparece. Entonces el marrón del sobre y la irregularidad de mi nombre y dirección escrito en él me están diciendo que es una carta diferente, cuando resulta que esta trae consigo todo un mundo mágico incrustado.

Ahmed me escribe desde Marruecos. En el sobre hay una postal de Asilah envuelta en una cuartilla pautada que empieza con “único dios”, firmada del diecisiete de noviembre. Entre otras cosas me habla de usted en un español rudimentario, que se entremezcla con el francés. También sus hermanas, Amina y Touria, me mandan saludos. Termina con el deseo de que cuando vuelva a Marruecos le llame. Formalmente tiene poco contenido. En realidad dice mucho más...contiene toda una eternidad de razones.

Hablo de cartas a puño y letra. Hablo de cartas que recibes, estas noches pasadas, y las otras también. Del acto de afecto más digno y humilde que existe y que nos permite soñar, salvar cualquier distancia. La sucesión de voluntades que permiten que tu, Ahmed, allí sentado con tu chilaba puesta, tu blanco bigote cubriéndote las arrugas que el tiempo y el ejército dibujó, aunque con ese aire juvenil, elástico, selles el sobre bajo la atenta mirada de tus hermanas, que nunca permiten que el frío se apodere de ese comedor, y en siete, catorce o veintiún días da igual, ésta entre por el espacio que la puerta deja entre ella y el suelo, para quedarse ahí, en el recibidor, inmutable pero ansiosa por ser finalmente abierta. Es la noción de que tuvo que pasar por un número insospechado de manos con un único propósito, metiéndose en sacos repletos de otras miles de cartas que cruzándose y entrelazandose para ser separadas de nuevo, cruzar desiertos y volar por encima de nubes y tormentas, pasar el frenético test del olfato de perros drogadictos y hasta permanecer olvidada en oxidados y fríos estantes (solo un par de días) consigan alcanzar su destino sin que por todo ello su propósito se vea alterado lo más mínimo. Que a pesar de sospechosos ojos fisgones que traslucen e incluso abren y leen y esfuman las cartas y cualquier posibilidad de crear magia (en algunos países aún sucede, en éste la magia ya no tiene ninguna importancia), y a pesar de por ello traicionar el único propósito al que las cartas se deben, que sean abiertas por su destinatario, aún incluso hoy es posible recibirlas y tomar consciencia de que aquello te pertenece exclusivamente a ti, que las palabras fueron escritas para ti, en algún momento y algún lugar quizá fascinante, pensando en ti, y que nadie más conoce ni puede siquiera imaginar el valor que traen consigo, ni nada de lo que contienen más que tu mismo, por qué son para ti, o porque las escribiste tu.

Dicen que lo que realmente nos importa pasa inadvertido. Algunas veces soy incapaz de darme cuenta de lo que me hace feliz. Sé que hay cierto tipo de cosas que van a producirme bienestar, y puede que por ello me considere alguien moderadamente satisfecho. Incluso puede que tenga mayor capacidad que la media para relativizar los hechos, o sea para no tomarme demasiado mal lo que me decepciona de entrada ni mostrar una euforia irreal con lo que me alegra. Soy más bien del pensar que nada puede ser ni tan malo ni tan bueno, y que a menudo juzgamos sin conocer, lo que nos lleva a sentirnos defraudados, ya sea por uno u otro motivo. O sea que mejor tomárselo con calma y de la mejor de las maneras, que por otro lado nunca es en negativo. En otras ocasiones soy demasiado vulgar y débil como para no sentirme seducido por lo banal y dejarme caer en las fauces del hedonismo que nos rodea. Desprecio la mente y me tiró al cuerpo. Desnudo y practico sexo con la mirada, en el metro. Me como un enorme hamburgesón grasiento y clónico o me trago la mierda de los que salen en la tele para ver como se escupen y retuercen las entrañas, para luego sentirme vulgar y desgraciado. Sin embargo, en otras ocasiones, mis ojos son capaces de abstraerse y disipar esa nieblina apestosa, el humo de la contaminación que se esparce por las cloacas de la sociedad, por todas partes, vomitándonos egoísmo y vanidad, placeres efímeros y valores que esconden mezquinas repercusiones.

Leo y releo la carta en busca de detalles inadvertidos. Repaso la caligrafía de un árabe que se expresa en caracteres latinos. Entonces esa carta me transporta a las cartas que he recibido y que envié, de esta que leí y la otra que escribí, a lo largo de mi vida. Recuerdo conversaciones recientes que me hacen sentir feliz, de esas en que estamos solos los dos en ese local abarrotado. Y me siento feliz por haber hecho feliz al escribir desde allí, desde aquí. Soy feliz por que ellas me hicieron también feliz, me hicieron afortunado. Por qué mi puño y mi letra es lo último que me queda, lo último de lo que nos queda que nos pertenece y que nos permite vivir el mismo tiempo a pesar de la distancia. Y es solo tuyo y mío.

Día a día me alejo más del cariño y me acerco más al dolor, al amor



Si os dan papel pautado, escribid por el otro lado.

Juan Ramón Jiménez

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