Espasmos finales sentado en rocas, adulteradas montañas

0c

30/1/09

Ladridos de perros
y carros en el pesado
asfalto
llegan alcanzan la cumbre
de minúsculas montañas
donde se avistan
rastros humanos
el ferrocarril
torres de medio y alto
voltage.

La huida de frenéticos ansiosos
que se arrastran
a interminables esperas, vueltas
a insoportables realidades
provienen de laderas
taladas y sobrecargadas;
parques turísticos
de nieve, esperas, gente,
más de lo mismo

Y veo: distancias que se funden
en este instante, en este lugar,
estas vertientes
de nieve, musgo y piedras,
que nacen y fallecen en imprecisos
estanques de humanos,
la nieve, la ciudad, la nieve, la ciudad, la ciudad, la nieve,…
que se derrite bajo mis pies
del sol, de la niebla que absorbe
y decide: pasen dejen a los ciclos fluir
de horas, días, siglos y geológicos tiempos

Distancias que se cruzan y alejan
ajenas entre si,
aquí delante de mis ojos, mis manos
congeladas por el viento que sacude
a los gratos fecundadores de
arrasados senderos de fin de semana
a fin de semana, año a año,
ante encendedores que no se
encienden y fotografías que no se dejan
tomar.

Por ello escribo

Y la luz cortante y nieve
que persiste donde se oculta,
cede donde se asoma
el Sol.

Cumbre de Todo
el espacio infinito que se oye y siente,
mitad dividida,
distinto pero el mismo
destino
el que hordas de foráneos
malolientes no las apacibles vacas
sino urbanos
deciden.

La Cerdanya, 4 de enero de 2009

Dichosa desdicha

0c

23/1/09

¡Joder! La pesada alarma suena ya por quinta vez esta mañana. Será insistente… No hay modo de despertarse; fuera, una suave corriente de aire helado se restriega contra la ventana, haciendo llegar un débil zumbido a mis oídos; es el intenso frío que intenta traspasar mis protectoras paredes. Ni de coña, me digo. Levanto la cabeza para atestiguar lo que ya sé; por entre las cortinas recién estrenadas puedo intuir la oscuridad que inunda la ciudad, que se mantiene calma y silenciosa, aparentemente inamovible. Constato que aún es de noche…no puede ser verdad. Suspiro. La conciencia de la inevitable decisión de levantarme es tremendamente frustrante. Cubro mi cuerpo entero con el edredón -como si con ello fuera a desaparecer la maldita obligación- y cierro los ojos con fuerza, intentando olvidarlo todo. Por mi cabeza la idea de no acudir al trabajo se me antoja una salvación. Hoy no. Les diré que estoy enfermo. Que la lluvia caló en mis huesos y dio paso a un colosal resfriado. Hay una plaga de no se qué. Me lo invento, da igual. Últimamente hay plagas de todo tipo ¿verdad? Será fácil y tampoco es nada grave. Suplicaré si es necesario. Total, de todos modos si termino por ir al trabajo no pienso hacer absolutamente nada. Me limitaré a sentarme delante del ordenador y matar el tiempo en internet hasta las seis… O hasta que el tiempo acabe conmigo. Y otra vez: ¡Joder! Hasta las seis… Eso acaba por ponerme de mala leche. Parece imposible que tenga que pasar por esto. No termino de acostumbrarme; en días como hoy, lo mandaría todo a la mierda.

La imagen del andén abarrotado no mejora las perspectivas. Sorteo un grupo heterogéneo de cabezas protegidas por gorros de lana, ojos soñolientos y miradas perdidas. Siento que soy una bola de billar antinatural, intentando no darme con nadie y evitando que caigan en el supuesto agujero. Si… se me ocurre lo fatal que puede llegar a ser caerse en el agujero de una mesa como ésta. Así que la finalidad del juego es no meter a nadie en ningún lugar, sino meterte tú entre esos lugares, sin tampoco caerte en el agujero.

Con no pocas fintas de hombros, logro sortearles a todos y abrir el libro ya en mi posición habitual: apoyado en uno de los arcos que impidieron hasta el día de hoy que la negra y sucia bóveda se viniera abajo. Esperando el tren, como cada mañana, a pesar de intuir algo distinto en el ambiente, convencido de abstraerme en la lectura.

No puedo más que leer un par de frases de Fante subsistiendo a base de naranjas guardadas debajo de la cama, lo que hace que tome un poco de distancia ante mi aparente desdicha y empiece a sentirme mejor, cuando oigo el inconfundible zumbido del tren al aproximarse, mucho más penetrante e intenso que el viento intentando entrar a través de mis paredes. Todo se sucede despacio, preciso y diáfano al mismo tiempo; los cristales y las caras incrustadas a ellos escenifican la tragedia de este lunes. Ojos tristes y fatigados por un sufrimiento cruel e injusto ¡a las ocho de la mañana! O precisamente por ello. Da igual, parece que me lo dejan claro: ¿no pretenderás entrar? ¿No querrás entrar? Ya ves como vamos, no merece la pena pasar por esto. Momentáneamente percibo un grito ahogado de suplica, puede que incluso se arrodillaran…si pudiesen. Pero es imposible insistir más: el vagón se detiene. Entonces, como si de hordas de orcos tolkianos se tratara, empeñados en alcanzar como sea el objetivo por el que fueron creados, una avalancha de seres adormecidos se amontona exasperada ante las puertas de los vagones, con el único propósito de meterse dentro ¡De meterse ahí! Ya no hay esperanza, me digo incrédulo. La frustración me lleva a pensar en una alternativa. Las puertas se abren y lenta pero inexorablemente empiezan a moverse. Como representante singular de esta calaña, descarto cualquier otro modo de llegar al trabajo. Soy de los primeros en asaltar la fortaleza. Consigo entrar, más por la presión que siento detrás de mi que no por el espacio en el interior, muy por encima del límite de lo soportable. Mi voluntad deja de pertenecerme en este preciso instante, pero una extraña sensación de éxito me seduce. En cambio, la idea de seguir leyendo abandona súbitamente mi razón. Ni por asomo me atrevería. ¡Loco! parece que dice. Podríamos levantar los brazos y mirar hacia arriba, le propongo tímidamente…, pero como casi siempre, la razón acaba venciendo, así que olvido la idea y decido dejarme llevar por la voluntad colectiva que me guía hasta el interior de la máquina diabólica, calefactor humano, gimnasio matinal y forzoso, territorio de sufridos trabajadores trajeados, mártires del engranaje mundial, abandonándome al pensamiento de la desdicha en que nos vemos atrapados en este maldito mundo surreal… mientras por detrás siguen empujándome con fuerza y desdén.

Me dedico a hacer lo único que soy capaz de hacer: pensar. Pienso en lo extraños y desvirtuados de interacción que son los viajes en metro. En el fondo, no llegar a comprenderlo del todo despierta mi interés, así que sigo destrozado por la situación que me envuelve, poéticamente destrozado, y dándole vueltas al asunto. La conclusión a medio recorrido deriva en un par de hits comunicativos ahí abajo: las abuelas pretendiendo quitarme el sitio y los niños llorones. Poco más. Por las noches, en esas etílicas madrugadas, a la gente no le importa tanto mirarse ni examinarse; arman lío, gritan y escupen en el suelo. Entonces si se interactúa. De día eso solo sucede en estados de ánimo alterados o en situaciones extremas. Puedes ver la diferencia un sábado a las siete de la mañana: los borrachos mezclados con los soñolientos y madrugadores currantes. Lo he vivido como ambos y puedo asegurar que los que se ríen es porqué lo pasan bien y los que no, esos están deseando estrangular a los otros. A pesar de todo ello, mirando por encima del mar de cabezas anónimas soy consciente que encontrarse circulando a ochenta por hora a veinte metros de profundidad bajo ríos, cloacas u restos de especies extinguidas, ante esas enormes ventanas con excelentes vistas a la nada no ayuda mucho a fomentar las relaciones humanas, que digamos. La mayoría de veces, como hoy, se trata de una experiencia frustrante, en la cual la mejor parte consiste en toparse de nuevo con el tráfico y sus asfixiantes gases. Por otra parte, el contacto físico con los demás es una constante, incluso desagradable; gente maloliente, esos barrotes sudados… Pero hay días en que puede que delante de tí –por divino capricho de la voluntad colectiva-, topes con alguna bella mujer, la mujer de tus sueños incluso. Y puede que llegues a intercambiarte miradas, fantasear un rato con ella, aumentando a cada momento la sensación de que realmente si: es la mujer de tus sueños ¡es ella! La que todos andamos buscando. De paso el trayecto puede que se te haga más llevadero. Sin embargo, muy a pesar de la infinidad de ocasiones en que eso me ocurrió, eso es, reconozcámoslo, nada menos que poco probable. Más si tenemos en cuenta un lunes por la mañana como éste, en el que los astros montaron tal cristo encima del cielo nublado de la puta ciudad que ni un congreso de maestros del vudú practicando la última versión del hechizo especial sería capaz de arreglarlo. Lo más probable es tener que tragarte, literalmente, el abrigo del tipo casposo de aquí delante, de calva en avanzadilla, con todo su poco amor propio y desprestigiada responsabilidad higiénica.

En esas que, con la vista pegada en el sucio abrigo, llegamos a la siguiente estación, Hostafrancs, y curiosamente las caras de los que esperan en el andén, atónitas, me resultan familiares. Sería estúpido preguntarme cuál es la mía ¿verdad? La incredulidad crece exponencialmente: Dios, si existes, gracias por ponerme en todas las situaciones posibles para de ese modo aprender a odiar a todos en su justa medida. El tren no puede absorber a nadie más, estoy convencido de ello; lo siento chicos, deberéis esperar al siguiente, creo que hubo algún problema con el anterior. Sé que tenéis prisa por llegar pero ya veis como está esto… Sorprendentemente tal evidencia no lo es para todos y la otra voluntad consigue sobreponerse a la nuestra, que no pretendía ceder ni un milímetro. A base de empujones y actitudes que buscan de nuestra compasión, terminan por conseguirlo. No fue buena idea. A los pocos segundos, una voz femenina sin ojos ni nariz ni orejas rompe ese silencio que impera en esos momentos de dolor y sufrimiento y que ahora nos hace más soportable la tortura: Muévete para dentro, niño, que no me dejas espacio. Ordena ella. Señora ¿de qué espacio me habla? ¿No ve que estamos todos aquí apretados? Le replica resignado el chaval, al que si puedo dibujar una cara de mierda resignada ¡¡Ay!! por favor, y ¿qué pretendes? ¿Que me quede atrapada en la puerta? si no te gusta esto cógete un taxi. Joder con la vieja… ya la tuvo que soltar. Como si tuviéramos tantas alternativas. Eso me molesta y también me hace pensar. La idea de un taxi en la puerta de mi casa aguardándome con la calefacción en marcha dulcifica por un instante la asfixiante realidad, desapareciendo súbitamente al encontrarme de nuevo esos hombros cubiertos de motitas blancas ¡Qué horror! No puedo leer y ahora no puedo ni ir en taxi al trabajo. Menuda manera de empezar la semana. Los astros ahora si parece que acordaron en joderme la mañana. En jodérnosla a todos.

Ya en la oficina nada parece mejorar. Era de esperar. Esa agenda que no tiene más uso que el de bloc de notas lleva unos días atrasada. La observo en su esquina, al lado de la pantalla, pulcra, sin anotación alguna. Un lugar destacado. Aunque recuerde la mayoría de citas y por tanto no es para nada necesaria, siempre quise tener una. Contemplo las impolutas hojas. Miro el reloj en la esquina inferior de la pantalla. Vuelvo la vista de nuevo hacia la agenda, resignado por el lento transcurrir del tiempo. Entonces me fijo en un detalle de la agenda, y es que en una de sus esquinas hay un dibujo del sol amaneciendo y otro atardeciendo. Justo al lado, la hora en que sale el sol este día: las ocho y diecisiete. Y en que se pone: las cinco cuarenta y siete. Muchas gracias por la información, agenda. Ya fuiste útil hoy. Una suave pero helada brisa me resopla en el cogote. La piel se tensa y los pelos se me erizan. Alguien abrió la puerta del patio y dejó entrar el tan poco valorado frío invernal, lo que suma un poco más de odio a todo lo acumulado. Apoyo los codos en la mesa apoyándome encima de mis manos y cierro por un momento los ojos. Entonces pienso que entro a trabajar cuando el sol apenas hizo acto de presencia y me largo unos minutos después de que el gran Astro nos abandone a nuestra suerte. Opto por ser práctico y conservar un poco de amor propio; tomo una real pero al mismo tiempo angustiante conciencia de la importancia de la electricidad. Intento recuperar el calor tapándome el cuello y abrochándome el jersey, pero al voltear la cabeza en busca de algo de luz natural recuerdo que no, que en esta minúscula y mal ventilada sala, con sus retratos nigrománticos y pequeños mausoleos retóricos no entra un ápice de luz solar. Si, la electricidad permite la desnaturalización, la pérdida continua del contacto con el mundo exterior, de los hechos naturales, y permite cosas extrañas, increíblemente sutiles, como aterrarnos ante la leve insinuación de oscuridad. Todo va a peor. No hay escapatoria.

En mis últimos minutos postrado en esta silla soy como un vampiro que, ansioso ya por salir a por una ración de fresca y sedante recompensa, aguarda impaciente la hora en que el sol se retire. Metido en mi ataúd, las horas pasan despacio, cual conjura del Tiempo privándome de la redención. Hay días realmente prescindibles. Los lunes directamente no deberían existir. Más bien la obligación de que existan debería ser opcional; levantarnos sin apetito, ducharnos para combatir el sueño, meternos en latas rodantes para sentarnos un tercio o más de ese repugnante día a esperar que las horas simplemente pasen lo más rápido posible. Qué mal te lo montas.

Con la convicción que las seis de la tarde ayudaran a evitar el desastre anunciado, soy capaz de enfrascarme en la misión de intentar ver a un amigo, muy a pesar que los dos sabemos que no queremos vernos. Es esa contradictoria obligación de tener que hacerlo que nos empuja a ello. Quizá la falta de coordinación de los últimos días influyera inconscientemente en mi fantástico día. Nada más lejos que la realidad: que si quiero ir a cenar con él y algunos de sus amigos, que si quiere venirse al cine… No nos veremos ya, quizá en mucho tiempo. Así que me meto en el cine.

Brillante idea ¿aún esperanzado por salvar algo? Pues una buena dosis de surrealismo e inconexión literaria te convencerán de lo contrario. Los primeros diez minutos versan sobre la necesidad de mantenerse despierto o sucumbir al agotamiento y desalentador inicio del filme. Después, todo lo que me llega son mensajes confusos sobre ¡curioso! el competitivo mundo de las relaciones empresariales, la selección de personal y el supuesto pasado de unos oligarcas de multinacionales con el nazismo. Demasiado para hoy ¡Demasiado para nunca! Solo unas seis personas me acompañan en la sala. Me doy definitivamente por vencido, así que la vuelta a casa es silenciosa, a paso lento y con una profunda melancolía envolviendo todos y cada uno de mis pensamientos. Entonces una fina lluvia empieza por humedecer mi pelo, lo que añade un punto de dramatismo a la escena. Pronto se convierte en un diluvio despiadado.

Llego a casa jadeando por la carrera. Chorreando por los cuatro costados ¡Oh, por fin! Refugio de tristezas y baúl de las más profundas penas: gracias por encontrarte aquí, sin sobresaltos, sin sorpresas, en tu lugar. Gracias por ofrecerme la más sublime protección, la del ciego y gran redentor, tu que sabes guardar mis mayores secretos, cobijarme y secarme las lágrimas de dolor en un día como hoy.

Me dejo caer en la cama. Sin embargo, soy incapaz de conciliar el sueño; mi mente repasa todo lo que aconteció durante un buen rato hasta llegar a la ambigua conclusión que nada ocurre en vano.

Lo descubro al día siguiente mientras me levanto sobresaltado por culpa de los destellos del sol penetrando por la ventana. Es una luz blanca y potente gracias a las nuevas cortinas. Llegaré tarde al trabajo y no me importa; solo entonces puedo entenderlo. Irremediablemente me abalanzo a escribirlo todo. Es martes. El día después. El ciclo empieza de nuevo. Para mí: martes de resurrección. Y para que así sea, toda esa mierda debe de ocurrir un lunes. Eso es.



Si os dan papel pautado, escribid por el otro lado.

Juan Ramón Jiménez

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