La Trampa

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11/11/07

Salgo por la segunda puerta del último vagón. De ese modo las escaleras quedan más cerca. En la primera puerta del último vagón se acumula demasiada gente por creer que están aún más cerca de la salida que haciéndolo por la segunda. Cuando no puedo estar con los primeros, la segunda puerta es una opción mejor. Subo las escaleras mecánicas. Si por alguna razón no me encuentro en el último vagón, nunca las utilizo y las subo a pie, por donde nunca hay que esperar y con lo cual se convierte en una elección mejor. Hoy, por tratarse de festivo, no hay mucha gente, así que en ningún caso hubiera subido a pie. De todos modos, aunque suba por las mecánicas, siempre aprovecho para subir unos peldaños. Si alguien se encuentra delante de mi y se pone a avanzar, pese a que las escaleras te lleven, hay una fuerza extraña que me obliga a seguir sus pasos y moverme. Llego al rellano, por donde en todos los casos salgo por la última puerta de la derecha, la única disponible en esa dirección, cuando justo en este momento cae delante de mi una tarjeta del bolsillo marrón del abrigo de una chica.

Un empleado que también ha visto como la tarjeta resbalaba y se plantaba encima las grises baldosas hace gestos a la chica de cabellera negra. Ésta, que no se da cuenta de lo sucedido y por tanto no sospecha que perdió nada, huye con la prisa de quien ya sabe que llega tarde. Ni tan siquiera me fijo en el empleado: recojo la tarjeta mientras intento llamar la atención de quien está muy cerca pero inalcanzable. Lleva los auriculares puestos y ni al tercer intento, que ya es un grito, logro captar su atención. Un par de personas se cruzan en su camino. Me ven pero no colaboran, más bien parece que intenten analizar lo que ocurre, con lo cual será demasiado tarde cuando pretendan ayudarme. (El segundo pensamiento después del de convencerme que debo entregarle lo que perdió es que por su culpa voy a salir por una puerta que no utilizo, con lo que voy a perder tiempo). Acelero el paso al darme cuenta que la chica de negro pelo y abrigo de piel marrón va muy deprisa y que no va a apercibirse hasta que logre alcanzarla. Subo las escaleras y la veo parada en el semáforo. Pienso: "¡ya está, es mía!" Pero a pesar que el semáforo está en rojo, cruza antes que llegue a tocarla. Se desvanece al rozar mis dedos su brazo. Cuando intento cruzar yo también, el claxon de un taxi me lo impide, reteniéndome en la acera opuesta, viendo como ella, en un par de botas hasta las rodillas que suenan alternativamente en la acera se alejan con paso firme y hasta perderse por una esquina. Dudo unos instantes qué hacer. La necesidad de devolverle lo que es suyo no se me hace imperiosa. (No merece la pena esperar, me digo, ya encontraré el modo de alcanzarla) Así que vuelvo a retomar la ruta hacia mi casa, pensativo, cuando le hecho un vistazo a la tarjeta intentando averiguar algo más. Es la identificación para acceder a una oficina. (No me arrepiento de haber cesado en la misión que me había propuesto, reafirmo). Aprovechando un farol puedo ver bien su cara.

La mujer de cabellera negra con botas hasta las rodillas, abrigo de piel marrón y con prisa por perder lo que de su bolsillo cayó es de piel oscura. Miro la foto detenidamente y descubro unos labios cortados por el frío. A pesar de ello, son sumamente sensuales. Aparentan no estar acostumbrados a las bajas temperaturas, de preferir el contacto suave de la brisa del mar. Por eso un día la nieve los maltrató. Entonces es cuando se hizo la foto, en la que ni el cacao supo disimular las pequeñas heridas. Aún así, sus ojos oscuros y esa sonrisa impropia de fotos como esas irradian felicidad y bondad, satisfacción por ese día, o por sentirse viva debido al cortante frío. (En este momento me siento estúpido por no haber continuado en mi empeño por alcanzarla; mis labios empiezan a helarse como los suyos y mi mente a inventar desenlaces en los que se los beso).

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Juan Ramón Jiménez

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