Socios Creativos

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5/7/09

Aquí está. Finalmente la respuesta ha llegado.

Una vez más, una última vez, escribo para dejar constancia del día en que este proyectó llegó a su final.

Después de meses de debate práctico y espiritual, la conclusión a la que dudas, sufrimiento y por fin la necesaria redención temporal me dieron, asegura que anomalías habituales ya dio todo lo que tuvo que dar. Ni las razones de su creación ni el contenido de su evolución no bastan más.

Incoherentes y prematuros, los escritos aquí expuestos no contienen una unidad formal más allá que la que pueda constatar un proceso de aprendizaje o la crónica de unas experiencias. Sin embargo, fue una dedicación de casi cuatro años y no fue más ni menos que lo que debía ser. Trillado el campo, algo permanecerá. Ahí queda: que la ubiquidad y la cruda estadística de la red se encargue de sus restos.

En cuanto a mi: nuevos proyectos empiezan a tomar forma, nuevas implicaciones. Quiero seguir aprendiendo...pero ya basta de trabajar solo. Quiero unirme a otras mentes creativas, a aquellas que tienen algo que decir y mucho por recorrer. A los que quieran compartir, intercambiar, aprovechar y crecer. Así será mejor; más y mejor.


¿Qué es el arte?
¿Que te conduce a crear?¿Por qué escribes?¿Crear es arte?¿Por qué pintas?
¿Por qué?






Si lo sabes y quieres: socioscreativos@gmail.com

Day in, day out.

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21/3/09

1.

Sabes que nada de lo que escribes es para hoy, ni debe serlo. Aún así, el vacío que recorre tu cuerpo ante la posibilidad de perderlo, de olvidar todo lo que aprendiste y ser incapaz de crear nada con sentido, nada nuevo, ni un poco brillante o deslumbrante que te permita sentirte satisfecho, un poco menos predecible y un poco más sutil. Ese temor que hincha tu estómago de la nada más profunda te envuelve y te paraliza por completo. Esa idea y el vacío que genera te exprime, te absorbe y te consume hasta que el jugo de tu ser, cual racimo de uvas se diluye y fermenta y desaparece ante la espantosa intuición de no ser más que un pequeño e insignificante bote empujado a merced de vientos, corrientes y dioses caprichosos en el vasto océano; de estar desempeñando no más que un triste y banal papel en esta estúpida función de guión confuso y a menudo contradictorio que es la existencia humana.

El rumbo, el mar y la tristeza de un solitario pescador mientras recoge pausadamente su red agudizan esa sensación. Allí a lo lejos, dibujando una nítida silueta donde el horizonte se pega al cielo, rojo y amarillo atardecer y azul, mostrando todo su esplendor antes de teñirse de negro, el solitario pescador prepara la vuelta a tierra. Parece tranquilo rodeado de un mar calmado. Emprende la marcha dejando tras de si la estela del rumbo, el ronsel gallego que se pierde y desaparece entre la agitación del atardecer, entre esos mundos que se cruzan al esfumarse la luz, aproximándose y de pronto alejándose en una mutación cíclica, sin fin. Es quizá esa sensación de algo que se extingue lo que provoca esa tristeza en mi.

Entonces, ante el temor de verme envuelto de nuevo en la oscuridad de la incapacidad, del enésimo desconsuelo del amor, lanzo un grito desesperado hacia mar, hacia el pescador, que parece incluso escuchar: ¡Déjame descansar, vida! Deja que me detenga un minuto aquí, encima de las rocas del rompiente; a oler el sabor del mar, a probar el aroma de la sal que las olas furiosas de mi alma al golpear me alcanzan. Solo hoy, solo unos días más, pero déjame respirar. Me siento ahogado, perdido, sin rumbo. No quiero pensar en todo lo que pasó, en lo que salió bien o en porqué salió mal; en lo que hay detrás de mí ni en lo que dejé o en lo que ya no quiero más.

Déjame por qué quiero cerrar los ojos y encontrarme bien, junto a ti, junto al triste pero tranquilo pescador, tomando unos pinchos de tortilla, bien hecha, no cruda, como te gusta. Sorber hasta la última gota de sidra y escanciar más. Abandonar el coche en la cuneta y huir a pie corriendo por el monte; subir por Igeldo y bajar hasta encontrar la Concha, cruzar la orilla absorbiendo el mar por los tobillos, librar una carrera al más veloz y remontar hasta Jeizkibel; andar, sentirme libre empaparme de sal y reír. Reencontrarme con los balidos de las lanudas ovejas en las verdes y húmedas vertientes, observar esos dos caballos cepillándose la crin, y pasar junto aquél taxista pagando por sentirse aliviado de su frustrante vida sexual, de su frustrante vida; sentirme yo bien y no extraño ni engañado ni ausente de magia entre los dos.



2.



Por la radio, en el transistor se escuchan gritos desesperados… Day in, day out, day in, day out, day in, day out…

Y Así, cual Ian Curtis bipolar, tratando de olvidar. A cientos de quilómetros. A pocos días. Catapultado hasta los barrios obreros de la Manchester post-industrial, nada de Igeldos ni ovejas ni dulces caballos amorosos, nada de tristezas; ciudad de adosadas de ladrillo rojo que un día estaban, al siguiente eran demolidas y al otro reemplazadas por enormes y monótonos bloques futuristas de hormigón gris. Al año ya eran cárceles, cárceles de obreros, donde el más posible de los futuros terminar explotado y enfermo por el humo tóxico de la fábrica donde te arrancarían el alma. Barrios cultivos de pesimismo, hartazgo, drogas y punk. Nidos de jóvenes sin futuro, rebeldes cuyo único pensamiento era cerveza y los Sex Pistols.

Day in, day out,…

Pero la oscuridad, como la noche, no se concibe sin la luz, sin el día. La esclavitud: sin la liberación. Y las letras y la voz y los movimientos ezquizoides de Curtis, con tan solo diecinueve y casado y esclavo y libre a la vez, apostando los ahorros; una leyenda. Por el amor, por algo mucho más etéreo que el hollín de las chimeneas, pero mucho más valioso, más puro. Y se elevan hasta lo más alto; pureza fruto de la rabia, de la indignación y la ausencia de futuro. Y ya son un mito. Eso es Joy Division. ¿Y yo? ¿Qué soy yo? Preocupado por engaños publicitarios, un ego insaciable, un amor imposible pero real y poético; respuestas conocidas, preguntas repetitivas. Desviándome de mi eje vital, de mi esencia, de las razones que me condujeron hasta aquí.



3.



Por mi ventana puedo ver como los días se alargan y la oscuridad pierde terreno. La luz, mi luz, a cada momento más diáfana, ilumina la habitación mientras escribo, por fin, mientras hablo y reencuentro una alma transoceánica; hermano misteriosamente perdido en rumbos cruzados, mares profundos donde es imposible distinguir entre la nada y algo, y bosques oscuros en los que incluso el más valiente de los lobos teme cruzar.

Hablamos de todo lo que nos sucede y de nuestra existencia y de los más elevado y lo más banal, de los recuerdos que nos unen, de los amigos de lo que importa y de lo que debe dejar de importar. De cómo me siento por Blanca, esa Blanca que me hace gritar Digital (day in, day out), de lo estúpido y cruel del amor y de lo cierto y fácil que parece todo ahora que hablamos.

- Fíjate bien en esto. Es el mejor bourbon que jamás probé. Es dulce y delicioso. Lo traje de Texas.

Y acerca la botella, a miles de quilómetros de distancia y puedo leer Maker’s Mark en la etiqueta, y puedo intuir el suave y afrutado aroma que desprende.

- Deja que lo apunte, preguntaré al tipo de la bodega –le digo, consciente que lo haré.

Entonces proponemos compartir un poco de maría. Expandir nuestras mentes. Así que nos liamos un porro, yo bajo la luz anaranjada del atardecer y tu ante la claridad de la mañana bonaerense. Y lo encendemos y seguimos conversando, tu en tu día y yo en mi atardecer, mientras nuestros biorritmos siguen trabajando, coordinándose.

Un bondadoso cosquilleo empieza a recorrer de los pies hasta las abatidas neuronas. Nos reímos y miramos a los ojos.

-¿Cuánto tiempo hacía que no hablábamos? –me interrogo sorprendido, frunciendo el ceño, incrédulo ahora-. Parece imposible que olvidara lo mucho que te necesito, la importancia que tiene para mi lo que piensas, lo que dices. Siempre fuente de inspiración...

La hierba en nuestra mente empieza a hacer efecto, y nosotros seguimos con aquello que nos duele por dentro, con lo que nos preocupa. Y nos reímos de ello.

- Al fin y al cabo, siempre son las mujeres –le digo, convencido.

Y nos hace gracia. Curiosamente, por algún extraño condicionante humano, siempre queremos a la mujer que no nos quiere, o a la que no nos quiere suficiente o nos quiere de un modo que no somos capaces de comprender. En cambio despreciamos las que nos adoran. Imagino que es algún tipo de penitencia por las veces en que no correspondemos, por el daño que hicimos y es una cuestión de equilibrio. O quizá es demasiado improbable encontrar a alguien que quiera compartir, en este preciso y delicado instante, el mismo camino el suficientemente tiempo y al ritmo correcto para que ninguno de los dos se sienta cansado o quiera detenerse a descansar o apartarse de ti y tomar otro cruce. Maldito pasado ¿por qué nos condiciona de tal modo?

- Hay que ser como los niños –entona convencido Japhy. Da una honda calada, retiene el humo unos segundos antes de dejarlo escapar lentamente, y sigue:

- Los niños aprenden jugando, y lo hacen sin ningún tipo de idea preconcebida. Descubren por ellos mismos. Asocian ideas y crean conceptos de la nada, son limpios y puros y no temen nada, porqué no conocen el temor.

-Hasta que les hacemos temer.

-Exacto. Y desde aquel instante ya empezamos a estar contaminados – resuelve-. A partir de ahí todo es desconocido pero a la vez está condicionado por lo que viviste antes.

Eso me hace pensar en la historia que una amiga me contó hace poco. Estábamos en un bar y de pronto empezó un partido de fútbol en la televisión. Inevitablemente mis ojos empezaron a desviarse en dirección al aparato, con lo cual, ante el temor que se enfadara (o quizá por hablar de algo), empecé a hablar de lo mucho que interesa el fútbol, de lo mucho que atonta a la gente y la cantidad ingente de páginas de periódico y minutos de televisión que llena. Resultó que ella odiaba ese deporte por culpa de un exnovio adicto: “El sábado tenía partido por la mañana y claro, iba a verle. Por la noche quizá había cena con los del equipo de fútbol y el domingo más fútbol por la tele. Y encima me hablaba de su equipo, compraba el periódico deportivo y me hablaba de los fichajes. En algunos momentos pensé que nuestra vida era solo fútbol, fútbol y fútbol. Llegó a ser insoportable”. Me dio verdadera lástima y no extrañé que acabara por dejarle. Dios, por suerte el fútbol es solo una pequeña parte de mi. “Mi padre también es así. Antes, teníamos un perro que cuando veía la televisión de color verde salía corriendo y se escondía”. Esa es la historia. “Supongo que sería el jaleo que armaban cuando veían un partido que el perro asoció el verde con gritos y locura y jolgorio, y se asustaba”. A Japhy eso también le hace gracia.

- Puede que los niños sean un poco como ese perro…

- Si, crear miedos a partir de ideas asociadas a algo indeseable. Me gusta -digo, en tono trascendental.

- No está mal la hierba, no –responde riéndose-. No sabes lo que echo de menos a las mujeres de allí…

- Bueno, no te quejarás -replico, consciente que para él conocer mujeres nunca fue un problema.

- Así es, amigo mío. Aquí las mujeres están todas relindas, cierto; se cuidan un montón ¿sabes? Van todas al gimnasio y todo eso, pero es difícil encontrar una buena conversación. No sabes lo que es. Y nosotros necesitamos eso también, sino terminas por aburrirte. Además, tu sacás una mujer a cenar y se ofende si pretendes pagar a medias. Todo está como antes, no lo puedo creer…y lo caro que te sale salir con una.

- De hecho –le interrumpo, riéndome al imaginarme a Japhy ante esa situación-, luego cuando te cases te harán la cena y te traerán cerveza mientras estés viendo el partido ¿no?

- Si…y se sentarán de rodillas frente tuyo haciéndote la pija.

- Y el perro escondido debajo la cama.

- ¡Pero no por los gritos del fútbol!

Entonces, entre carcajadas, con el dedo índice levantado, una mirada pícara y una sonora risa que se expande por las dos habitaciones, con sus luces dispares, hasta llenar todos los rincones de ambos lados del planeta, llenos de libros y fotografías y hasta un dibujo copiado de Banksy, nuestras almas se encuentran en pleno proceso de fusión.

Es en este preciso instante, entre risas contagiosas, cuando los miles de quilómetros literales que nos separan se diluyen y puedo incluso tocarle y beberme su bourbon y olerlo; sentirme completamente renovado, inocentemente feliz, consciente de la importancia y la vigencia de nuestro vínculo. Y esa enorme fuerza de atracción magnética me permite olvidar todo el sufrimiento y obcecación estúpida que estos días estuvieron persiguiéndome, verlo todo más liviano compartiéndolo y sentirme feliz de nuevo.


4.


Hoy al mediodía comí en el centro rodeado de monopatines y chicos jóvenes tomando el sol y mayores hablando y mostrándose como si fueran modelos; todos guapos todas guapas. Fui a esa pequeña tienda japonesa con su pequeña dueña japonesa y me pedí el vegetal y los palillos y me lo comí de vuelta allí sentado; primero a la sombra que se estaba bien y luego al sol que ¡oh! ya calienta y mucho. Qué rollitos, que arroz qué fideos yakisoba y ¡qué mujeres! Me llenaba de fideos y del sol y de todas esas mujeres y hasta estuve a punto de tirarme a los pies de una increíble morena de pelo corto y andar elegante que pasó cerca de mi y me miró con sus ojos verde claro que recorrieron todos los rincones de mi corazón hasta desnudarme y desarmarme por completo. Me pareció sencillamente ideal, con un estilo inigualable, y sentí que leía también en su alma y podría pasar el resto de mi vida a su lado si me lo pidiera, tener muchos hijos y luego una feliz y tranquila vejez y poder morir en paz, satisfecho, pleno, junta a ella. Luego se fue y no la veré nunca más y te sigo queriendo a ti pero la primavera ya está aquí, la ciudad bulle de gente y la alegría salió a las calles de nuevo. Así que ¡demonios! Voy a dejar de torturarme más y aceptarlo de una vez. ¿Dónde está el límite de mi insistencia? ¿de mi cabezonería? Siento que la poesía se esfuma entre la niebla como el puente de Getxo, que no se deja encontrar. Todo lo mágico deja de brillar y hasta sufrir me parece demasiado esta vez.

- Empecé uno de los libros que me dejaste prestados. De hecho empecé como cuatro libros desde que terminé a Fante y no logré engancharme a ninguno. El otro día, a la vuelta del norte me dije “tienes que volver a ellos”. No pude resistir más y entré en la Central y fui directo a la sección de narrativa anglesa traduïda y después de echar un vistazo rápido fui directo a la K, compré los Vagabundos del Dharma y empecé a leer.

Japhy y yo, yo y Japhy estábamos fumados por completo. La conversación entre nosotros era también hacia nosotros. Las palabras empezaron a salir de mi y vi lo que yo sentía reflejado en ellas. Le hablaba pero me hablaba a mi y me escuchaba y me entendía.

- Y ya estoy terminándolo. Él ha encontrado el budismo y olvida por momentos la tristeza y el alcohol. Con su amigo Japhy, como tu, que es un auténtico bodhisattva, la vieja madre de la tierra, un auténtico vagabundo del dharma, deciden que deben subir al Matterhorn pero no el de los Alpes sino el californiano y antes de llegar a la cumbre, después de dos días subiendo y durmiendo al raso compartiendo el saco bajo un asombroso cielo estrellado, a unos trescientos metros Ray no puede más y cae rendido al suelo respirando entrecortadamente por la altura y el cansancio y dice: "¡me quedo aquí!" Con lo que Japhy replica: "¡vamos Smith, solo quedan otros cinco minutos." Pero sus fuerzas no dan para más. "Me quedo aquí ¡Está demasiado alto!" Y Japhy sigue sin decir nada. Entonces Ray se acurruca en el suelo y se pregunta por qué tenemos que nacer y solo por eso nuestra pobre carne queda sometida a unos horrores tan terribles como las enormes montañas y las rocas y los espacios abiertos.

La pasada noche soñé que estabas conmigo pero todo era muy extraño ya que todos me hablaban menos tu y me decían “¿no lo ves? No te hace caso”, pero yo no podía darme cuenta y te miraba y no decías nada; tu cara reflejaba inexpresividad pero no podía reprocharte nada. Luego me desperté y me quedé sentado en la cama pensando en el sueño. Me sentía extraño y solo entonces recordé lo que Ray piensa cuando ya no puede más y decide tumbarse exhausto en el suelo a solo trescientos metros de la cumbre del Matterhorn, después de lamentarse por no poder llegar hasta el final, y es un famoso dicho zen que le tranquiliza y le da fuerzas para la vuelta que reza: “Cuando llegues a la cumbre de una montaña, sigue subiendo”. Y aunque Ray nunca llega a esa cumbre, si es capaz de intentarlo y casi lograrlo y con ello superarse. Comprende que no es necesario llegar a la cumbre para sentirse satisfecho. Es más, comprende que las cumbres no existen si lo más importante es seguir subiendo. Pase lo que pase, no te detengas nunca.


Nulla die sine linea


Espasmos finales sentado en rocas, adulteradas montañas

0c

30/1/09

Ladridos de perros
y carros en el pesado
asfalto
llegan alcanzan la cumbre
de minúsculas montañas
donde se avistan
rastros humanos
el ferrocarril
torres de medio y alto
voltage.

La huida de frenéticos ansiosos
que se arrastran
a interminables esperas, vueltas
a insoportables realidades
provienen de laderas
taladas y sobrecargadas;
parques turísticos
de nieve, esperas, gente,
más de lo mismo

Y veo: distancias que se funden
en este instante, en este lugar,
estas vertientes
de nieve, musgo y piedras,
que nacen y fallecen en imprecisos
estanques de humanos,
la nieve, la ciudad, la nieve, la ciudad, la ciudad, la nieve,…
que se derrite bajo mis pies
del sol, de la niebla que absorbe
y decide: pasen dejen a los ciclos fluir
de horas, días, siglos y geológicos tiempos

Distancias que se cruzan y alejan
ajenas entre si,
aquí delante de mis ojos, mis manos
congeladas por el viento que sacude
a los gratos fecundadores de
arrasados senderos de fin de semana
a fin de semana, año a año,
ante encendedores que no se
encienden y fotografías que no se dejan
tomar.

Por ello escribo

Y la luz cortante y nieve
que persiste donde se oculta,
cede donde se asoma
el Sol.

Cumbre de Todo
el espacio infinito que se oye y siente,
mitad dividida,
distinto pero el mismo
destino
el que hordas de foráneos
malolientes no las apacibles vacas
sino urbanos
deciden.

La Cerdanya, 4 de enero de 2009

Dichosa desdicha

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23/1/09

¡Joder! La pesada alarma suena ya por quinta vez esta mañana. Será insistente… No hay modo de despertarse; fuera, una suave corriente de aire helado se restriega contra la ventana, haciendo llegar un débil zumbido a mis oídos; es el intenso frío que intenta traspasar mis protectoras paredes. Ni de coña, me digo. Levanto la cabeza para atestiguar lo que ya sé; por entre las cortinas recién estrenadas puedo intuir la oscuridad que inunda la ciudad, que se mantiene calma y silenciosa, aparentemente inamovible. Constato que aún es de noche…no puede ser verdad. Suspiro. La conciencia de la inevitable decisión de levantarme es tremendamente frustrante. Cubro mi cuerpo entero con el edredón -como si con ello fuera a desaparecer la maldita obligación- y cierro los ojos con fuerza, intentando olvidarlo todo. Por mi cabeza la idea de no acudir al trabajo se me antoja una salvación. Hoy no. Les diré que estoy enfermo. Que la lluvia caló en mis huesos y dio paso a un colosal resfriado. Hay una plaga de no se qué. Me lo invento, da igual. Últimamente hay plagas de todo tipo ¿verdad? Será fácil y tampoco es nada grave. Suplicaré si es necesario. Total, de todos modos si termino por ir al trabajo no pienso hacer absolutamente nada. Me limitaré a sentarme delante del ordenador y matar el tiempo en internet hasta las seis… O hasta que el tiempo acabe conmigo. Y otra vez: ¡Joder! Hasta las seis… Eso acaba por ponerme de mala leche. Parece imposible que tenga que pasar por esto. No termino de acostumbrarme; en días como hoy, lo mandaría todo a la mierda.

La imagen del andén abarrotado no mejora las perspectivas. Sorteo un grupo heterogéneo de cabezas protegidas por gorros de lana, ojos soñolientos y miradas perdidas. Siento que soy una bola de billar antinatural, intentando no darme con nadie y evitando que caigan en el supuesto agujero. Si… se me ocurre lo fatal que puede llegar a ser caerse en el agujero de una mesa como ésta. Así que la finalidad del juego es no meter a nadie en ningún lugar, sino meterte tú entre esos lugares, sin tampoco caerte en el agujero.

Con no pocas fintas de hombros, logro sortearles a todos y abrir el libro ya en mi posición habitual: apoyado en uno de los arcos que impidieron hasta el día de hoy que la negra y sucia bóveda se viniera abajo. Esperando el tren, como cada mañana, a pesar de intuir algo distinto en el ambiente, convencido de abstraerme en la lectura.

No puedo más que leer un par de frases de Fante subsistiendo a base de naranjas guardadas debajo de la cama, lo que hace que tome un poco de distancia ante mi aparente desdicha y empiece a sentirme mejor, cuando oigo el inconfundible zumbido del tren al aproximarse, mucho más penetrante e intenso que el viento intentando entrar a través de mis paredes. Todo se sucede despacio, preciso y diáfano al mismo tiempo; los cristales y las caras incrustadas a ellos escenifican la tragedia de este lunes. Ojos tristes y fatigados por un sufrimiento cruel e injusto ¡a las ocho de la mañana! O precisamente por ello. Da igual, parece que me lo dejan claro: ¿no pretenderás entrar? ¿No querrás entrar? Ya ves como vamos, no merece la pena pasar por esto. Momentáneamente percibo un grito ahogado de suplica, puede que incluso se arrodillaran…si pudiesen. Pero es imposible insistir más: el vagón se detiene. Entonces, como si de hordas de orcos tolkianos se tratara, empeñados en alcanzar como sea el objetivo por el que fueron creados, una avalancha de seres adormecidos se amontona exasperada ante las puertas de los vagones, con el único propósito de meterse dentro ¡De meterse ahí! Ya no hay esperanza, me digo incrédulo. La frustración me lleva a pensar en una alternativa. Las puertas se abren y lenta pero inexorablemente empiezan a moverse. Como representante singular de esta calaña, descarto cualquier otro modo de llegar al trabajo. Soy de los primeros en asaltar la fortaleza. Consigo entrar, más por la presión que siento detrás de mi que no por el espacio en el interior, muy por encima del límite de lo soportable. Mi voluntad deja de pertenecerme en este preciso instante, pero una extraña sensación de éxito me seduce. En cambio, la idea de seguir leyendo abandona súbitamente mi razón. Ni por asomo me atrevería. ¡Loco! parece que dice. Podríamos levantar los brazos y mirar hacia arriba, le propongo tímidamente…, pero como casi siempre, la razón acaba venciendo, así que olvido la idea y decido dejarme llevar por la voluntad colectiva que me guía hasta el interior de la máquina diabólica, calefactor humano, gimnasio matinal y forzoso, territorio de sufridos trabajadores trajeados, mártires del engranaje mundial, abandonándome al pensamiento de la desdicha en que nos vemos atrapados en este maldito mundo surreal… mientras por detrás siguen empujándome con fuerza y desdén.

Me dedico a hacer lo único que soy capaz de hacer: pensar. Pienso en lo extraños y desvirtuados de interacción que son los viajes en metro. En el fondo, no llegar a comprenderlo del todo despierta mi interés, así que sigo destrozado por la situación que me envuelve, poéticamente destrozado, y dándole vueltas al asunto. La conclusión a medio recorrido deriva en un par de hits comunicativos ahí abajo: las abuelas pretendiendo quitarme el sitio y los niños llorones. Poco más. Por las noches, en esas etílicas madrugadas, a la gente no le importa tanto mirarse ni examinarse; arman lío, gritan y escupen en el suelo. Entonces si se interactúa. De día eso solo sucede en estados de ánimo alterados o en situaciones extremas. Puedes ver la diferencia un sábado a las siete de la mañana: los borrachos mezclados con los soñolientos y madrugadores currantes. Lo he vivido como ambos y puedo asegurar que los que se ríen es porqué lo pasan bien y los que no, esos están deseando estrangular a los otros. A pesar de todo ello, mirando por encima del mar de cabezas anónimas soy consciente que encontrarse circulando a ochenta por hora a veinte metros de profundidad bajo ríos, cloacas u restos de especies extinguidas, ante esas enormes ventanas con excelentes vistas a la nada no ayuda mucho a fomentar las relaciones humanas, que digamos. La mayoría de veces, como hoy, se trata de una experiencia frustrante, en la cual la mejor parte consiste en toparse de nuevo con el tráfico y sus asfixiantes gases. Por otra parte, el contacto físico con los demás es una constante, incluso desagradable; gente maloliente, esos barrotes sudados… Pero hay días en que puede que delante de tí –por divino capricho de la voluntad colectiva-, topes con alguna bella mujer, la mujer de tus sueños incluso. Y puede que llegues a intercambiarte miradas, fantasear un rato con ella, aumentando a cada momento la sensación de que realmente si: es la mujer de tus sueños ¡es ella! La que todos andamos buscando. De paso el trayecto puede que se te haga más llevadero. Sin embargo, muy a pesar de la infinidad de ocasiones en que eso me ocurrió, eso es, reconozcámoslo, nada menos que poco probable. Más si tenemos en cuenta un lunes por la mañana como éste, en el que los astros montaron tal cristo encima del cielo nublado de la puta ciudad que ni un congreso de maestros del vudú practicando la última versión del hechizo especial sería capaz de arreglarlo. Lo más probable es tener que tragarte, literalmente, el abrigo del tipo casposo de aquí delante, de calva en avanzadilla, con todo su poco amor propio y desprestigiada responsabilidad higiénica.

En esas que, con la vista pegada en el sucio abrigo, llegamos a la siguiente estación, Hostafrancs, y curiosamente las caras de los que esperan en el andén, atónitas, me resultan familiares. Sería estúpido preguntarme cuál es la mía ¿verdad? La incredulidad crece exponencialmente: Dios, si existes, gracias por ponerme en todas las situaciones posibles para de ese modo aprender a odiar a todos en su justa medida. El tren no puede absorber a nadie más, estoy convencido de ello; lo siento chicos, deberéis esperar al siguiente, creo que hubo algún problema con el anterior. Sé que tenéis prisa por llegar pero ya veis como está esto… Sorprendentemente tal evidencia no lo es para todos y la otra voluntad consigue sobreponerse a la nuestra, que no pretendía ceder ni un milímetro. A base de empujones y actitudes que buscan de nuestra compasión, terminan por conseguirlo. No fue buena idea. A los pocos segundos, una voz femenina sin ojos ni nariz ni orejas rompe ese silencio que impera en esos momentos de dolor y sufrimiento y que ahora nos hace más soportable la tortura: Muévete para dentro, niño, que no me dejas espacio. Ordena ella. Señora ¿de qué espacio me habla? ¿No ve que estamos todos aquí apretados? Le replica resignado el chaval, al que si puedo dibujar una cara de mierda resignada ¡¡Ay!! por favor, y ¿qué pretendes? ¿Que me quede atrapada en la puerta? si no te gusta esto cógete un taxi. Joder con la vieja… ya la tuvo que soltar. Como si tuviéramos tantas alternativas. Eso me molesta y también me hace pensar. La idea de un taxi en la puerta de mi casa aguardándome con la calefacción en marcha dulcifica por un instante la asfixiante realidad, desapareciendo súbitamente al encontrarme de nuevo esos hombros cubiertos de motitas blancas ¡Qué horror! No puedo leer y ahora no puedo ni ir en taxi al trabajo. Menuda manera de empezar la semana. Los astros ahora si parece que acordaron en joderme la mañana. En jodérnosla a todos.

Ya en la oficina nada parece mejorar. Era de esperar. Esa agenda que no tiene más uso que el de bloc de notas lleva unos días atrasada. La observo en su esquina, al lado de la pantalla, pulcra, sin anotación alguna. Un lugar destacado. Aunque recuerde la mayoría de citas y por tanto no es para nada necesaria, siempre quise tener una. Contemplo las impolutas hojas. Miro el reloj en la esquina inferior de la pantalla. Vuelvo la vista de nuevo hacia la agenda, resignado por el lento transcurrir del tiempo. Entonces me fijo en un detalle de la agenda, y es que en una de sus esquinas hay un dibujo del sol amaneciendo y otro atardeciendo. Justo al lado, la hora en que sale el sol este día: las ocho y diecisiete. Y en que se pone: las cinco cuarenta y siete. Muchas gracias por la información, agenda. Ya fuiste útil hoy. Una suave pero helada brisa me resopla en el cogote. La piel se tensa y los pelos se me erizan. Alguien abrió la puerta del patio y dejó entrar el tan poco valorado frío invernal, lo que suma un poco más de odio a todo lo acumulado. Apoyo los codos en la mesa apoyándome encima de mis manos y cierro por un momento los ojos. Entonces pienso que entro a trabajar cuando el sol apenas hizo acto de presencia y me largo unos minutos después de que el gran Astro nos abandone a nuestra suerte. Opto por ser práctico y conservar un poco de amor propio; tomo una real pero al mismo tiempo angustiante conciencia de la importancia de la electricidad. Intento recuperar el calor tapándome el cuello y abrochándome el jersey, pero al voltear la cabeza en busca de algo de luz natural recuerdo que no, que en esta minúscula y mal ventilada sala, con sus retratos nigrománticos y pequeños mausoleos retóricos no entra un ápice de luz solar. Si, la electricidad permite la desnaturalización, la pérdida continua del contacto con el mundo exterior, de los hechos naturales, y permite cosas extrañas, increíblemente sutiles, como aterrarnos ante la leve insinuación de oscuridad. Todo va a peor. No hay escapatoria.

En mis últimos minutos postrado en esta silla soy como un vampiro que, ansioso ya por salir a por una ración de fresca y sedante recompensa, aguarda impaciente la hora en que el sol se retire. Metido en mi ataúd, las horas pasan despacio, cual conjura del Tiempo privándome de la redención. Hay días realmente prescindibles. Los lunes directamente no deberían existir. Más bien la obligación de que existan debería ser opcional; levantarnos sin apetito, ducharnos para combatir el sueño, meternos en latas rodantes para sentarnos un tercio o más de ese repugnante día a esperar que las horas simplemente pasen lo más rápido posible. Qué mal te lo montas.

Con la convicción que las seis de la tarde ayudaran a evitar el desastre anunciado, soy capaz de enfrascarme en la misión de intentar ver a un amigo, muy a pesar que los dos sabemos que no queremos vernos. Es esa contradictoria obligación de tener que hacerlo que nos empuja a ello. Quizá la falta de coordinación de los últimos días influyera inconscientemente en mi fantástico día. Nada más lejos que la realidad: que si quiero ir a cenar con él y algunos de sus amigos, que si quiere venirse al cine… No nos veremos ya, quizá en mucho tiempo. Así que me meto en el cine.

Brillante idea ¿aún esperanzado por salvar algo? Pues una buena dosis de surrealismo e inconexión literaria te convencerán de lo contrario. Los primeros diez minutos versan sobre la necesidad de mantenerse despierto o sucumbir al agotamiento y desalentador inicio del filme. Después, todo lo que me llega son mensajes confusos sobre ¡curioso! el competitivo mundo de las relaciones empresariales, la selección de personal y el supuesto pasado de unos oligarcas de multinacionales con el nazismo. Demasiado para hoy ¡Demasiado para nunca! Solo unas seis personas me acompañan en la sala. Me doy definitivamente por vencido, así que la vuelta a casa es silenciosa, a paso lento y con una profunda melancolía envolviendo todos y cada uno de mis pensamientos. Entonces una fina lluvia empieza por humedecer mi pelo, lo que añade un punto de dramatismo a la escena. Pronto se convierte en un diluvio despiadado.

Llego a casa jadeando por la carrera. Chorreando por los cuatro costados ¡Oh, por fin! Refugio de tristezas y baúl de las más profundas penas: gracias por encontrarte aquí, sin sobresaltos, sin sorpresas, en tu lugar. Gracias por ofrecerme la más sublime protección, la del ciego y gran redentor, tu que sabes guardar mis mayores secretos, cobijarme y secarme las lágrimas de dolor en un día como hoy.

Me dejo caer en la cama. Sin embargo, soy incapaz de conciliar el sueño; mi mente repasa todo lo que aconteció durante un buen rato hasta llegar a la ambigua conclusión que nada ocurre en vano.

Lo descubro al día siguiente mientras me levanto sobresaltado por culpa de los destellos del sol penetrando por la ventana. Es una luz blanca y potente gracias a las nuevas cortinas. Llegaré tarde al trabajo y no me importa; solo entonces puedo entenderlo. Irremediablemente me abalanzo a escribirlo todo. Es martes. El día después. El ciclo empieza de nuevo. Para mí: martes de resurrección. Y para que así sea, toda esa mierda debe de ocurrir un lunes. Eso es.

Semlali Ahmed

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10/12/08

Entro por la puerta y la tenue luz del comedor me susurra que alguien ya está allí. Por lo menos la estufa estará ya encendida, pienso. Es una suerte cuando alguien lo hizo por mí y ya no tengo que calentar el comedor. Otras veces, un firme deseo de ser el primero en entrar y que la casa esté vacía se apodera de mi justo en el momento de hacer girar la llave, sentir el gruñir de la puerta al abrirse y dar el primer paso. Si luego no es así, una pequeña contracción de desasosiego cerebral me hace odiar a esa o esas personas durante un instante, para dar paso inmediatamente a un sentimiento de desprecio hacia mi persona por desear aquello, o encerrarme en mi habitación durante un tiempo prudencial –unos minutos, unos días-, incapaz de otorgarles el perdón por ello. La sensación siempre me ha resultado extraña, intuyo que lo que ocurre los otros días, en los que voy despertando el lugar de su paciente sueño; enciendo algunas luces, caliento el comedor, hago sonar un poco de Mehldau… y la sensación que a ello asocio: hacerme dueño de la casa, el único que mande sus servicios (consciente de sus limitaciones), estar disfrutando sus ternuras ni que sea por un espacio finito de tiempo, tiene gran parte de culpa en que me sienta así. El caso, sin embargo, no es que a pesar de la leve contracción de mi cerebro hoy el comedor ya está subyugado a los designios de otro, más bien viene luego, después de sacar el teléfono de la cazadora y colgarla -con las llaves en el bolsillo (rutina recientemente adquirida)-, y fijarme en un par de cartas encima la barra en la que me gusta desayunar y prácticamente nada más. La otra quiere que active no sé qué tarjeta de crédito (bueno sí sé, pero eso otro día). La contracción aún no desaparece. Entonces el marrón del sobre y la irregularidad de mi nombre y dirección escrito en él me están diciendo que es una carta diferente, cuando resulta que esta trae consigo todo un mundo mágico incrustado.

Ahmed me escribe desde Marruecos. En el sobre hay una postal de Asilah envuelta en una cuartilla pautada que empieza con “único dios”, firmada del diecisiete de noviembre. Entre otras cosas me habla de usted en un español rudimentario, que se entremezcla con el francés. También sus hermanas, Amina y Touria, me mandan saludos. Termina con el deseo de que cuando vuelva a Marruecos le llame. Formalmente tiene poco contenido. En realidad dice mucho más...contiene toda una eternidad de razones.

Hablo de cartas a puño y letra. Hablo de cartas que recibes, estas noches pasadas, y las otras también. Del acto de afecto más digno y humilde que existe y que nos permite soñar, salvar cualquier distancia. La sucesión de voluntades que permiten que tu, Ahmed, allí sentado con tu chilaba puesta, tu blanco bigote cubriéndote las arrugas que el tiempo y el ejército dibujó, aunque con ese aire juvenil, elástico, selles el sobre bajo la atenta mirada de tus hermanas, que nunca permiten que el frío se apodere de ese comedor, y en siete, catorce o veintiún días da igual, ésta entre por el espacio que la puerta deja entre ella y el suelo, para quedarse ahí, en el recibidor, inmutable pero ansiosa por ser finalmente abierta. Es la noción de que tuvo que pasar por un número insospechado de manos con un único propósito, metiéndose en sacos repletos de otras miles de cartas que cruzándose y entrelazandose para ser separadas de nuevo, cruzar desiertos y volar por encima de nubes y tormentas, pasar el frenético test del olfato de perros drogadictos y hasta permanecer olvidada en oxidados y fríos estantes (solo un par de días) consigan alcanzar su destino sin que por todo ello su propósito se vea alterado lo más mínimo. Que a pesar de sospechosos ojos fisgones que traslucen e incluso abren y leen y esfuman las cartas y cualquier posibilidad de crear magia (en algunos países aún sucede, en éste la magia ya no tiene ninguna importancia), y a pesar de por ello traicionar el único propósito al que las cartas se deben, que sean abiertas por su destinatario, aún incluso hoy es posible recibirlas y tomar consciencia de que aquello te pertenece exclusivamente a ti, que las palabras fueron escritas para ti, en algún momento y algún lugar quizá fascinante, pensando en ti, y que nadie más conoce ni puede siquiera imaginar el valor que traen consigo, ni nada de lo que contienen más que tu mismo, por qué son para ti, o porque las escribiste tu.

Dicen que lo que realmente nos importa pasa inadvertido. Algunas veces soy incapaz de darme cuenta de lo que me hace feliz. Sé que hay cierto tipo de cosas que van a producirme bienestar, y puede que por ello me considere alguien moderadamente satisfecho. Incluso puede que tenga mayor capacidad que la media para relativizar los hechos, o sea para no tomarme demasiado mal lo que me decepciona de entrada ni mostrar una euforia irreal con lo que me alegra. Soy más bien del pensar que nada puede ser ni tan malo ni tan bueno, y que a menudo juzgamos sin conocer, lo que nos lleva a sentirnos defraudados, ya sea por uno u otro motivo. O sea que mejor tomárselo con calma y de la mejor de las maneras, que por otro lado nunca es en negativo. En otras ocasiones soy demasiado vulgar y débil como para no sentirme seducido por lo banal y dejarme caer en las fauces del hedonismo que nos rodea. Desprecio la mente y me tiró al cuerpo. Desnudo y practico sexo con la mirada, en el metro. Me como un enorme hamburgesón grasiento y clónico o me trago la mierda de los que salen en la tele para ver como se escupen y retuercen las entrañas, para luego sentirme vulgar y desgraciado. Sin embargo, en otras ocasiones, mis ojos son capaces de abstraerse y disipar esa nieblina apestosa, el humo de la contaminación que se esparce por las cloacas de la sociedad, por todas partes, vomitándonos egoísmo y vanidad, placeres efímeros y valores que esconden mezquinas repercusiones.

Leo y releo la carta en busca de detalles inadvertidos. Repaso la caligrafía de un árabe que se expresa en caracteres latinos. Entonces esa carta me transporta a las cartas que he recibido y que envié, de esta que leí y la otra que escribí, a lo largo de mi vida. Recuerdo conversaciones recientes que me hacen sentir feliz, de esas en que estamos solos los dos en ese local abarrotado. Y me siento feliz por haber hecho feliz al escribir desde allí, desde aquí. Soy feliz por que ellas me hicieron también feliz, me hicieron afortunado. Por qué mi puño y mi letra es lo último que me queda, lo último de lo que nos queda que nos pertenece y que nos permite vivir el mismo tiempo a pesar de la distancia. Y es solo tuyo y mío.

Día a día me alejo más del cariño y me acerco más al dolor, al amor



Si os dan papel pautado, escribid por el otro lado.

Juan Ramón Jiménez

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