La aventura de pasar inadvertido

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9/2/08

Rogelio hablaba de felicidad sin necesidad de serlo. Recordaba la insistencia de sabios antiguos y fósiles modernos por esclarecer los entresijos de la duda existencial; formulada a lo largo de los años, destapada, emponzoñada por muchos y bienvenida por otros, entre los cuales aquella panda de místicos posmodernos, de apariencia soluble y mirada grave. Sostenía, con una leve sonrisa de burla en los labios, que sin duda tales viejos asquerosos, como solía apellidar a todos, dieron por terminada su angustiosa existencia, como si de una representación teatral se tratara (un drama, por supuesto), presenciando la constatación, por hechos claros y demostrables, de que precisamente todo lo que habían concluido a lo largo de tan frustrante experiencia vital, después de años y años de metafísica trascendental, geofísica inmaterial, y más chorradas sacadas de libros, no era nada más que pura mierda intelectual, pura patraña sin ningún tipo de significado práctico actual. Porqué eso si: Rogelio solía expresarse de un modo vulgar, ofensivo incluso, pero no por ello manco de razones: ¿Qué me importan a mi todos tus años de miseria claustral? –gritaba al aire, como si delante se encontraran a todas esas eminencias empeñado a desmenuzar. ¿Dónde está la vida de ellos? ¿En su obra? ¿Qué maldita existencia significa la posteridad? ¡A tomar por el culo la posteridad! La obra que a mi me obsesiona de verdad es el polvo que voy a echar después contigo –y lo decía mirando a la chica que tenía al lado, aunque no fuera su novia-. Acto seguido, como si nada, fruncía el ceño acariciándose los labios con los dedos y centraba su mirada en algún lugar indefinido. Todos se quedaban mirándole fascinados, esperando a que continuara con la disertación que llevaban platicando, conscientes de que él, a pesar de sus reprobatorias palabras, también era como esos tipos a quien tanto enfrentaba, de barba blanca y rizada o fina y peinada y que aparecen en las contraportadas de libros gruesos o en bustos bibliotecarios. La diferencia era que él, inconscientemente aún entonces, estaba predestinado a enterrar a todos esos viejos, relevarles del poder. Y para ello antes tenía que despedazarles, ridiculizarles, deshumanizarles, quitarles cualquier resquicio de sentido de permanencia para el mundo que él consideraba el auténtico. Piensan que por citar al depresivo de Schopenhauer van a tener mi bendición –continuaba-, o que las teorías existen y que por ello debo comulgar con ellas; la vida no se reduce en aforismos, la vida está aquí, conmigo, con todos nosotros -dijo, cogiendo de las manos a quien tenía al lado, obligando al resto a hacer lo mismo-. ¿Y la felicidad? La felicidad la elegimos nosotros. ¡La elijo yo, joder!


A alguien que dice me va a leer, pero que no escribe.

2 reacciones:

  1. Roelio...ese nombre mola :P

    Anónimo

    10:30
  2. si...a ella la podríamos llamar Margarita, ¿te parece?



Si os dan papel pautado, escribid por el otro lado.

Juan Ramón Jiménez

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