Horas intempestivas

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14/5/08

No eran horas intempestivas cuando esbocé una sonrisa al abrir bien los ojos. Al silencioso desplazamiento por la ciudad aquella tarde de domingo, los colores de la ciudad impregnaron mis retinas. Si, colores. Fue como una liberación. Después de semanas, de meses deseando, implorando la compasión del cielo, sacudiendo la conciencia del más inconsciente, por fin el agravio, la vergüenza cultivada durante años de imprevisión, imprudencia y prejuicios había marcado un punto y seguido y de arriba la lluvia por fin todo lo mojaba. ¡Y de qué forma! Litros y litros empapando montañas, bosques, prados, parques, tejados, avenidas y calles. Salía y pensaba: ¡Qué no pare! Que siga días y días. Y estoy convencido que nadie pensaba lo contrario, nadie que sufriera por ver discusiones vacías sobre los pozos también vacíos. ¿Qué hacéis con paraguas? Mojaros y dejad que la lluvia os demuestre que seguís vivos. Echad la cabeza hacia atrás, cerrad los ojos y abrid bien la boca, que el sabor del alivio recorra vuestras entrañas. Disfrutad del momento, desead con todas vuestras fuerzas que siga lloviendo. Y así fue: me levanté al día siguiente y seguía lloviendo. Más, más y más agua. ¡Que corra! Que se llenen los ríos y los embalses; recoged todo lo que podáis, metedlo todo en cantimploras y sacos enormes y guardadlos o yo qué sé, pero que no desaproveche nada.

No eran horas intempestivas sino el final de ese sueño vuelto colores en la ciudad. Fue un baño a conciencia; todo quedó reluciente y nítido. La escorrentía se había llevado lo feo y lo despreciable. No había rastro de polvo ni suciedad en las calles. El cielo seguía azul oscuro, casi negro, esperanzador aún. Nunca vi árboles tan verdes ni tal cantidad de pájaros perder la timidez, esa que el calor sofocante y el ruido y el amarillo de lo seco les obliga a tomar. ¡Porqué no había ni ruido! La gente seguía bajo sus tejados y mi ciudad estaba limpia, de colores y descreída. Los jardines podían vivir un tiempo más sin agua. Todo estaba más tranquilo, aliviado como el preso a quien aflojan las esposas. Firmamos una tregua.

Pero aunque los árboles se sujetaran a la vida y los bosques permitieran que el agua corriera y reavivara los torrentes, los ríos llenaran de nuevo sus cauces y los acuíferos se empeñaran en renacer a las secas fuentes, los invertebrados dejaran paso a las generaciones futuras y a los demás seres se les permitiera vertebrarse un poco, después de la lluvia y los colores y los pájaros tomando la ciudad y el verde de los árboles dilucidando el placer que sintieron con el festín que se dieron, que todos nos dimos, a pesar de todo ese goce y alegría somos conscientes que seguimos esposados a la voluntad de lo impredecible; la voluntad de la estupidez humana. Lo somos ¿verdad?

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Juan Ramón Jiménez

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