Tráfico Tarifa

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19/10/05

Diariamente vemos en los periódicos y en la televisión noticias de personas que murieron en las playas, en las rocas, en el mar… producto de una huída desesperada, necesitada pero a la vez esperanzada; una huída hacia delante que acaba trágicamente. Esos cuerpos, una vez encontrados, son metidos en bolsas de plástico y transportados como si de bultos cualquiera se tratara, para ser depositados en enormes frigoríficos a la espera de que alguien los reclame. La mayoría de las veces nadie acude, por lo que son enterrados. En sus lápidas aparece generalmente un número, y quizá el lugar donde fue encontrado el cuerpo. Al cabo de un tiempo puede que algún familiar acuda a su malogrado encuentro para llevárselo, y ser enterrado junto a los suyos. Raramente. Muchos eternizaran con un número en su losa, como si de un macabro archivo se tratara, un archivo de aquellos que nadie nunca visita, a quien nadie interesa.
Otros muchos no serán ni “archivados”. Se perderán en el océano, donde cayeron al intentar alcanzar su tierra prometida, donde lucharon por última vez por un suenyo que nunca verán cumplido. Un suenyo que significaba vivir dignamente, algo que no pudieron alcanzar en su tierra, y que les llevo a embarcarse en un viaje suicida, de meses e incluso anyos, a través de desiertos, ciudades hostiles, personas crueles, hambre, sed y desesperación.
Muchos mueren a pocos metros de la playa, cuando fruto de la exasperación, de un gran oleaje o de las rocas, la balsa cedió, se hundió o volcó. Así, se vieron expuestos a un mar que les quito la vida. Algunos, por falta de fuerzas no llegan a la orilla, otros por no saber nadar, simplemente se ahogan. No quiero pensar en ese último grito de auxilio, en ese último pensamiento antes de quedar cubiertos por el agua.
Lo más paradójico de todo es que a la manyana siguiente, cuando ya no hay rastro de los cadáveres, cuando todo ha pasado, la playa se llena de surfistas, que desafían las mismas olas, pero no con miedo ni desesperación, sino con descaro y autosuficiencia. Estoy convencido de que no muchos de ellos reparan en el hecho de que están divirtiéndose en un cementerio, en un lugar donde muchos perecieron la noche anterior.
Qué sucedió para que “solo” dieciséis quilómetros de separación física signifiquen una desigualdad tan enorme entre personas? Qué sucedió para que una misma playa sea muerte y diversión a la vez dependiendo del color de tu piel? Y más importante: qué hacemos, o no, más fácil: qué pensamos cuando vemos la noticia en el periódico? Muchos pasamos la página sin leer la noticia. Leemos el titular y nos parece que lo hemos leído centenares de veces, solo la fecha es diferente. Ya no nos sorprende ni nos impresiona: nos habituamos e insensibilizamos frente al sufrimiento humano.
Sin duda nadie puede hacerse una idea de lo que esas personas sufrieron. Nadie, por que nadie aquí, en occidente, sufrió nada que se le parezca y no puede acercarse a definir la cantidad de sentimientos y sensaciones que una experiencia de ese tipo debe provocar y generar en un individuo. Añoranza, incomprensión, extrañeza, impaciencia, hambre, frío, impotencia, debilidad, dolor, miedo, rabia, desesperación,…
No quiero pensar en la última sensación antes de morir.

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Si os dan papel pautado, escribid por el otro lado.

Juan Ramón Jiménez

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