Empezar una hoja en blanco siempre es lo más dificil. Lo es debido a la influencia que lo que uno escriba va a tener en lo que surja después. El temor a un papel vírgen, sin manchar, perfectamente encuadrado y distribuido homogéneamente en toda su superficie provoca un cierto vértigo que solo una idea suficientemente brillante debe atreverse a romper. Todo lo que sobrelleve a la incursión de la pluma desde el inicio sobre la fibra, va a conducirnos a algo concreto; predifinido por nuestro comienzo. Es una consecuencia más de la teoria del Caos, que nos dice, entre otros principios, que cualquier acción, por pequeña que sea, va a influir irremediablemente en el futuro que inmediatamente la acontezca. Así, sucesivamente, la palabra después de la cuál encontramos el punto final será obra directamente de aquella con la cuál empezamos la hoja vacía. El sentido, fuerza, valor o ingenio de lo que escribamos vendrá condicionado por lo que uno haya escrito en la primera frase. ¿No parece inmerecido ese temor a la hoja en blanco entonces, verdad?
En mi caso, por ejemplo, sé después del primer párrafo si aquello que va a continuar me va a satisfacer suficientemente. En caso contrario, lo tacho o lo borro y lo vuelvo a empezar de nuevo. A menudo vuelvo a empezar de nuevo a dibujar el camino, es decir: no intento volver por el mismo sendero a la Idea de fondo que quería contar, sinó que buscó nuevos modos de acercarme a ella, a veces con resultados que incluso modifican la Idea en sí misma. Evidentemente, lo que yo he escribo se tratan de relatos cortos, ¡qué digo! Se tratan de cómo mucho un par de páginas, por lo tanto no sé si, por ejemplo, Dostoyevski pensaría lo mismo al empezar un libro de ochocientas hojas ¡en blanco! En realidad, lo más seguro que pensase el pobre Fiodor, es en el hambre y la miseria en la que estaba sumido, o en como arreglarselas para entregarle al editor, un nuevo texto antes de que se le acabase el poco maíz que le quedaba, antes que la tubersulosis, la peste o una gripe lo matase o más bien en que no menos miedo le daba una hoja en blanco que la apestosa y fría cárcel siberiana en la que estuvo metido durante una buena temporada. Escribir en tales condiciones, ¡eso si genera admiración! No como esos escritores contemporáneos, aquellos que viven traumatizados y deprimidos debido al gran caos que les supone la vida urbana, o debido a la pérdida de la capa de ozono, o a la opresión de la sociedad neoliberal. Esos, a la vez, escriben sus lamentos desde una habitación con aire acondicionado, desde un loft en el centro de cualquier megalópolis que adquirieron por cantidades astronómicas, prohibitivas, y nunca se les verá en los barrios populares, no digamos ya degradados, a no ser porque un acto público –con la representación de los media, por supuesto- en favor de cierto colectivo que padece del olvido de las administraciones les favorezca su cliché de “escritor comprometido” que les reporta considerables beneficios editoriales. Pero que le vamos a hacer, Fiodor Dostoyevski era un genio, los demás son unos hipócritas hijos del romanticismo cargado con las comodidades contemporáneas.
En definitiva, que la responsabilidad y la implicación que conlleva una hoja en blanco es la misma que uno tiene con lo que dice, con lo que escribe. Hay que ser consecuente con uno mismo. Si sabemos que después de un párrafo aquello no va a resultar, ni va a ser honesto ni acorde con nosotros mismos, ¿por qué continuar? Solo a aquellos que el hambre, la injusticia y la miseria los persiguen se les permitiría algo así. Sin embargo, son esos los que, como el Gran Fiodor nos demostró, más en consecuencia actúan. Pero bueno, siempre puede haber escritor para el cual un acto en defensa de la cotorra neozelandesa en peligro de extinción suponga la escenificación de su lucha vital. ¿O no?
En mi caso, por ejemplo, sé después del primer párrafo si aquello que va a continuar me va a satisfacer suficientemente. En caso contrario, lo tacho o lo borro y lo vuelvo a empezar de nuevo. A menudo vuelvo a empezar de nuevo a dibujar el camino, es decir: no intento volver por el mismo sendero a la Idea de fondo que quería contar, sinó que buscó nuevos modos de acercarme a ella, a veces con resultados que incluso modifican la Idea en sí misma. Evidentemente, lo que yo he escribo se tratan de relatos cortos, ¡qué digo! Se tratan de cómo mucho un par de páginas, por lo tanto no sé si, por ejemplo, Dostoyevski pensaría lo mismo al empezar un libro de ochocientas hojas ¡en blanco! En realidad, lo más seguro que pensase el pobre Fiodor, es en el hambre y la miseria en la que estaba sumido, o en como arreglarselas para entregarle al editor, un nuevo texto antes de que se le acabase el poco maíz que le quedaba, antes que la tubersulosis, la peste o una gripe lo matase o más bien en que no menos miedo le daba una hoja en blanco que la apestosa y fría cárcel siberiana en la que estuvo metido durante una buena temporada. Escribir en tales condiciones, ¡eso si genera admiración! No como esos escritores contemporáneos, aquellos que viven traumatizados y deprimidos debido al gran caos que les supone la vida urbana, o debido a la pérdida de la capa de ozono, o a la opresión de la sociedad neoliberal. Esos, a la vez, escriben sus lamentos desde una habitación con aire acondicionado, desde un loft en el centro de cualquier megalópolis que adquirieron por cantidades astronómicas, prohibitivas, y nunca se les verá en los barrios populares, no digamos ya degradados, a no ser porque un acto público –con la representación de los media, por supuesto- en favor de cierto colectivo que padece del olvido de las administraciones les favorezca su cliché de “escritor comprometido” que les reporta considerables beneficios editoriales. Pero que le vamos a hacer, Fiodor Dostoyevski era un genio, los demás son unos hipócritas hijos del romanticismo cargado con las comodidades contemporáneas.
En definitiva, que la responsabilidad y la implicación que conlleva una hoja en blanco es la misma que uno tiene con lo que dice, con lo que escribe. Hay que ser consecuente con uno mismo. Si sabemos que después de un párrafo aquello no va a resultar, ni va a ser honesto ni acorde con nosotros mismos, ¿por qué continuar? Solo a aquellos que el hambre, la injusticia y la miseria los persiguen se les permitiría algo así. Sin embargo, son esos los que, como el Gran Fiodor nos demostró, más en consecuencia actúan. Pero bueno, siempre puede haber escritor para el cual un acto en defensa de la cotorra neozelandesa en peligro de extinción suponga la escenificación de su lucha vital. ¿O no?
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