Cercanías

1c

5/3/07

"A veces me duele la cabeza de preguntarme según que cosas, en todas partes y de cualquier manera acuden a mi mente temas de lo más insólitos, aunque lo mejor de todo es que, sean ciertas o no, siempre consigo encontrar respuestas que me satisfacen."

Intenta imaginar que vives en una pequeña aldea de poco más de un puñado de vecinos, las casas todas ellas dispersadas por el monte y donde el centro del pueblo, si es que así se le puede llamar, está formado por una diminuta iglesia románica, con sus gruesos muros y su oscuro interior. Ésta se encuentra flanqueada por no más de unas pocas viviendas de alguna o ninguna planta, donde una de ellas es utilizada como oficina correos, detalle solo apreciable por el amarillo buzón de su fachada; a pocos pasos de allí vive el tendero, en una diminuta vivienda que es en su mitad comercio, uno de esos que parece que nunca estén abiertos, aunque en realidad nunca cierra.

Para ir de tu casa a la tienda, debes seguir el camino que baja por la colina -desde donde el campanario siempre es tu faro-, bordear el bosque que se asoma, y superar el repecho a partir de donde se suceden tus vecinos. Aunque por sus características no pueda definirse como tal, ya estás en la calle principal; desde allí puedes ver la puerta de la iglesia, y justo en frente, el lugar donde vas a comprar un poco de conversación. Como cualquier mañana, pasaste por casa del ganadero, el caserío frente el cual los campesinos continúan con su interminable tarea, y por delante de casa del alcalde, que ostenta este cargo más por tradición que por vocación. Saludaste, como cada día, a todos ellos. Dejaste mensajes para aquellos que esperabas encontrar y no fue así, e incluso te detuviste a comentar banalidades con alguno; ir a la tienda se convierte en una excusa para poner al día los asuntos concernientes a lo que menos trascendencia tiene, pero que más a todos incumbe; se habla incluso de lo que ocurre un poco más lejos, aunque realmente no le afecte demasiado a nadie, con las nevadas que siempre caen en un lugar como éste, la guerra en Irak o la paz en Sudán.

Ahora piensa en la ciudad; en tu vida allí. Te cruzas sin mirar, te asomas sin mostrar ningún tipo de emoción. Posas tu ser en el vagón del metro con los auriculares rezumando autismo ante lo que te rodea, sumergiéndote en páginas que te transportan muy lejos de allí. Lo que sucede a dos metros de ti no te causa la menor impresión; no despierta en ti el más mínimo interés. Sin embargo te bombardean con campañas mundiales, con noticias que provienen del congreso de Kinshasha, que según ellos tanto va a influirte, respiras aromas del Caribe y escuchas música eslavo-índica. De camino al supermercado, donde los empleados siguen en la posición en la que los dejaste la semana pasada, te cruzas con más de una mirada conocida; son del barrio y puede que te preguntes que harán en sus vidas, cuanto querrán a sus hijos o a que equipo de fútbol siguen; a veces incluso te es sabido su horario de trabajo, así es: tenéis el mismo horario, sus bostezos te son contagiados por él y tu cansancio al volver se nota también en sus ojos. A pesar de ello, ha de pasar mucho tiempo para que les saludes.

La vida en la ciudad hace que nos empeñemos en ahorrar calor humano. Consideramos un desperdicio mostrar una sonrisa con quien a las ocho de la mañana topamos. Consideramos que saludar a alguien a quien conocemos, con quien compartimos más de lo que creemos, es desperdiciar nuestro tiempo, obligándonos por ello ya siempre más a saludar, quien sabe si incluso debido a ello nos obligemos a mantener una conversación de ascensor, que desde luego es lo último a lo que deseamos enfrentarnos.

En cambio permanecemos atónitos contemplando las imágenes que nos hablan de una hambruna de la que nunca vamos a saber nada de cierto; nos escandalizamos por la paliza que alguien recibió a cinco mil doscientos kilómetros de nuestra casa, de la cual nunca vamos a sentir ningún dolor; nos reímos de las bromas que un inglés hace sobre un alemán, sin haber conocido nunca un inglés o un alemán; pretendemos sufrir por algo a lo que no nos sentimos unidos por nada, por mucho que se empeñen en decirnos lo contrario. Sin embargo, no vamos a permitirnos de sufrir por lo que si nos sabemos responsables.

Nos detenemos a contemplar lo que ocurre muy lejos para evitar sentir que algo nos incumbe muy cerca de nosotros. Cuando algo ocurre a nuestro alrededor nos ponemos los cascos y seguimos leyendo algo que sabemos que no es cierto, que sabemos que alguien conduce y que no va a molestarnos; que podemos controlar simplemente dejando de leer; girando la cara o fingir que no vimos. Si hay alguien que nos necesita de camino a cualquier parte, no nos incumbe.

Por eso evitamos saludar, para evitar que nos importe, para evitar sentirnos responsables. Creemos que siempre hay alguien que lo debe ser por nosotros, así todos eludimos lo que es de todos, y nadie hace lo que debe hacerse, que es responsabilizarse.

Yo soy el primer culpable, a pesar de que esté convencido de que en los ascensores nacieron grandes amistades.

1 reacciones:

  1. Con esta reflexión queda muy clara tu procedencia no urbana. Almenos no de una gran ciudad. Imagínate ahora que es lo que siente alguien como yo, urbanita hasta la medula, quando sale de la ciudad y se encuentra en un precioso pueblecito como el que citas en este artículo. Seria uno capaz de acostumbrarse a tanto idílio? Yo creo que si! la ciudad, cuando la vives desde tu niñez hasta la adolescencia pierde todo su sentido,( como cuando repites tu nombre cien veces y después te preguntas quién eres... ) para mi, mi barrio, es lo que para ti esta fabulosa aldea aunque a veces heche de menos poder vivir o soñar con poder vivir en un lugar así.

    Anónimo

    19:41


Si os dan papel pautado, escribid por el otro lado.

Juan Ramón Jiménez

anomalías habituales © 2009