Convencionalismos

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17/3/08

-¿Te preguntaste alguna vez como funciona el puto Google? Miles de millones de páginas en el mundo y tu pulsas COÑETE y en 0,06 milisegundos aparecen en tu pantalla, por asombro inicial (¡no me jodas!) e indiferencia actual, millones y millones de resultados. Y tu puta página, la que buscas, ¡está ahí! Pues tranquilos que yo os diré cómo: primero hace una búsqueda a partir de las palabras que tu insertaste en su base de datos, que cada día es más y más grande, y aquellas páginas que salen en los primeros lugares son, o sea las que tú quieres, a parte de las que coinciden con lo que escribiste, también las que más vínculos desde otras páginas tienen hacia aquel sitio. Es decir: las más citadas, o las que más gente linkea desde otras webs. ¡Putos listillos! ¿Eh?

Así entró Rogelio, emocionado, soltando esa parrafada sin que nadie tuviera tiempo ni a darse cuenta de que efectivamente alguien había entrado. Ese era su estilo. Mientras hablaba iba tirando sus cosas por todos lados y con un dedo y una mirada se pedía una cerveza, giraba una silla y se sentaba al revés, con los brazos apoyados en el respaldo. La atención del grupo ya giraba a su alrededor. Gesticulaba y fumaba y bebía sin dejar de hablar, tocando a su derecha y guiñando el ojo a su izquierda. Era imposible desviar la mirada de él porqué la absorbía; lo pedía con tanta fuerza que era inevitable caer rendido, muy a pesar de que en aquel momento interrumpiera a alguien en medio de una conversación; ese alguien se quedaba irremediablemente con la palabra en la boca, y debía conformarse con esperar a que Rogelio terminara para seguir, aunque probablemente quedara también prendado de su forma de hablar y olvidase aquello que estaba contando. Pero a pesar de mi descripción, no quiero dibujar a un Rogelio impertinente ni altivo; era su mundo, compuesto de impulsos incontrolables que le asaltaban constantemente, quien le obligaba a actuar de un modo instintivo, rehuyendo cualquier convencionalismo social, y que le hacía parecer, con quienes no conocía, alguien maleducado, soberbio, interrumpiendo, hablando sin necesidad de saludar, como si lo que trajese entre manos fuese el elixir de la eterna juventud y él tuviese la misión de propagarlo, pero que ante los suyos no provocaba menos que seducción. Rogelio podía atrapar la atención de muchos con sus historias, precisamente por qué eran buenas historias. Era capaz de hacer salir el sol en medio de una tormenta con inverosímiles sucesos o locuaces reflexiones. Su opinión contaba mucho más por qué, individualmente y en secreto, pero libremente, así todos lo habían decidido. Por contra, había temporadas en que le veías pasar a lo lejos, con el cuello de la gabardina en alto y la nariz escondida detrás de la bufanda, y en vez de asaltarte pasaba de largo e incluso evitaba saludarte, o lo hacía tímidamente, como queriendo pasar desapercibido; andaba como un cohete hacia alguna parte, como si le persiguieran, o se excusaba diciéndote "no tengo tiempo para salutaciones: tengo un encargo de suma importancia que me exige la mayor celeridad. Adiós". Así era él. También era entonces cuando se mostraba menos acaparador; no aparecía durante un tiempo, o cuando lo hacía apenas hablaba. Eso le hacía interesante, por otro lado. A mucha gente les gustaba eso, especialmente a las mujeres. Pero Rogelio tiene tantas facetas que incluso ahora, después de tanto tiempo sin dejar de sorprenderme, resulta tarea engorrosa por la facilidad de caer en el error hacer de él una radiografía con la exposición correcta como para dibujar algo más que su contorno.

Y así, después de una hora aburrida Rogelio había llegado y con su presencia animado el chiringuito. La gente se arremolinaba en torno la mesa. Él ya no hablaba; fumaba y reía a media voz mientras escuchaba a alguien contar un chiste de Arguiñano, o a otro los despropósitos de su vecina, que a pesar de su credulidad inicial, terminó por darse cuenta que su marido se la pegaba. Se la pegaba con la mujer del sordomudo -decía-, aunque él sigue sin reconocerlo, afirmando que le gustaba ir a su casa a hablar con el marido...Si si, el sordomudo ah! Y el chiste...que es lo que quería contar, versaba de dos locos que se escaparon del manicomio disfrazados de chicles, uno de menta y el otro de fresa, cuando pillan al que iba de fresa y le sacuden: ¿dónde vas demente? ¿Quién yo? Yo demente no, yo defrese...y entonces, entre risas, a la reportera de la tele se le escapa Miguel Arias Coñete en vez de Cañete, y todo son risas y miradas de complicidad, o estupideces múltiples cuando me doy cuenta que ya está, Rogelio se ha ido como vino: cuando le pareció, sin dar explicaciones, din decir nada. Libre.

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Juan Ramón Jiménez

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