Mercados, memorias, gritos y resurrecciones

1c

24/8/08

Los ruidosos e incesantes gritos de algún vendedor ambulante -que cabalga con apremio arriba y abajo como si voces no alcanzaran rincón alguno-, activan mi conciencia como un rayo de luz, y antes de abrir los ojos me recuerdan el lugar donde me encuentro, un poco entre el bien y el mal o ambos o ninguno, y que no hay tiempo que perder: todo por descubrir, un mundo de sorpresas por destapar.

El primer día en el primer lugar de cualquier viaje a un nuevo mundo, a un punto que agregar en la construcción de nuestro propio universo, hay que dedicarlo a callejear. Y en una mañana calurosa pero radiante como ésta, con el sol alcanzando su cenit pero los párpados abiertos de par en par, con los mejores intenciones y los más ambiciosos propósitos en ésta, si, una ciudad árabe, el mejor lugar es el gran zoco de la medina antigua, donde las raquíticas calles ofrecen rutas de sombra en su interminable zigzag y la efervescencia de lo terrenal se desenvuelve con mayor fuerza.

Aunque claro, Tánger crece crece y son más de dos millones de almas las que inundan las calles; son niños afroeuropeos de vacaciones con, familias de emigrantes en el fruto de sus logros continentales de cuatro ruedas, lujosos y jóvenes paseando (aún durmiendo muchos de ellos; las noches son aquí muy largas), la playa enorme inmensa repleta de ellos y todos y más vendedores ambulantes, chapoteando en el parsimonioso proceder de las olas, frenadas por acción de la bahía, que las invita a pasar con restricciones; “calma y tranquilidad, pasen” le rumorea la costa al mar; el avanzar del viento que se lleva gritos y te ofrece gritos de luchas y partidos con balones distantes y sollozos de helados en la arena, juegos en la orilla y madres todas a resguardo del sol, bien tapadas con el parasol; también hombres cubiertos de arena en un extraño ritual, relajando su espíritu, dándose un baño de arena blanca, arena africana…
Entonces llega la Medina antigua, que se levanta en la esquina occidental, a los ojos de cualquier navegante que atraviesa el estrecho que separa las dos tierras con el mar. Es la primera inspección obligatoria, no la última, de calles estrechas y tiendas de ah! ya recuerdo, pollos frescos que viven y compras y zas! a pedazos te llevas, toneladas de amarillos melones, frutas multicolores y nobles partes y no tan nobles de animales en carnicerías distinguibles (en la más pobre el hombre pobre apenas si tiene carne que vender y la que tiene son enormes lenguas de vacas y su cabeza entera y estómagos y bueno ya sabes cosas que ni sé lo que son), huevos de gallinas aún calientes, todos los huertos incluso lenguados sardinas gallinitas del mar (¡qué ricas! no llevan espinas). Y todos se encuentran ahí debajo de telas que impiden el ataque del sol: carniceros, fruteros, chatarreros, curtidores, herreros, zapateros, vendedores de aceitunas, de especies y condimentos y latas de conserva, cambiadores, limpiabotas, todos arremolinados, todos en las estrechas calles del zoco que se extienden por la ladera de esta colina ya erosionada por las pisadas de los siglos siglos siglos de mercaderes, negociantes, compradores, traficantes, vendedores de cigarrillos y ahora también de recuerdos (¡recuerdos!) vagabundos y borrachos que “yo solo quiero hablar nada de dinero” ¡mentira! y los niños algunos pidiendo muchos jugando saltando gritando corriendo y atareadas mujeres e hijas algunas tapadas pero no muchas, incapaz de distinguir la infelicidad (pero ¡oh! existe ahí en las grietas de las esquinas o en los precipicios a punto de saltar), entre la multitud de rostros resplandecientes y caricias celestiales de gatos enviados por Allah. Y todo eso envuelto en el ruido incesante de todos ellos, locos genios mercaderes del Pan, más los coches que imponen su paso y los irrespetados pitos de los policías (no pueden hacer mucho más la verdad), el chirriar de esos mutantes de motocicletas que son mitad ellas mitad remolque (y que transportan butano carne o melocotones), volando delante de tus narices tal cual el mundo fuera a terminar, obligando a echarse a un lado; y ofertas de fruta ropa, electrodomésticos de tercera mano y sofás lámparas de lo más kitsch, sofás para bodas (ahí donde se sientan los novios ya veréis), en tiendas que se esparcen encima de calles hasta no alcanzar el fin y de sucias aceras de limpieza espontánea cuya memoria se remonta a conquistas y reconquistas de los hombres y mujeres que infatigablemente cada día las pisaron, siguen pisando y que invariablemente seguiran pisando por los siglos de los siglos. Insh'allah!

1 reacciones:

  1. Isaac, llegint m'he ofegat en l'onada d'impressions que sembla haver estat per tu el viatge al Marroc.

    Petons i fins aviat, espero ;p

    Marta



Si os dan papel pautado, escribid por el otro lado.

Juan Ramón Jiménez

anomalías habituales © 2009